26.6.06

Vela

Domingo está sentado en un banco de la plaza central; en el banco que queda justo al frente de la puerta principal de la iglesia de su pueblo. Cree que tendría que rezar, pero no lo hace; no está seguro de qué oración sería la adecuada dadas las circunstancias. Sostiene una vela en su mano izquierda. Respira profundamente y saca la caja de fósforos del bolsillo derecho de su chompa. Con un ligero temblor en sus manos enciende la vela, se pone de pie y empieza a caminar. La gruta con la imagen de la Virgen de la Merced está más o menos a medio kilómetro de la salida del pueblo. Domingo no ha avanzado siquiera dos cuadras cuando el viento apaga su vela, lo que le obliga a regresar a la plaza, cabizbajo, maldiciendo.

La hija mayor de Domingo, Doménica, está acostada en su cama, ardiendo en fiebre, rodeada de su madre y algunas vecinas rezando, rosario en mano, por su pronta recuperación. Domingo, sentado nuevamente frente al pórtico de la iglesia, con lágrimas en sus ojos, vuelve a encender la vela. Apantallando la llama con su mano derecha, esta vez alcanza a llegar con la vela encendida hasta la última casa del pueblo; pero las lágrimas siguen brotando de sus ojos y una de ellas apaga la vela. Domingo cae de rodillas en medio de la polvorosa callejuela, apretando con fuerza la vela que a estas alturas ya sólo tiene la mitad de su longitud original. A su lado pasa una pareja montada en un caballo negro y Domingo, arrodillado, los queda viendo alelado hasta que desaparecen en la primera curva del camino. Confusamente imagina que su propia felicidad iba trepada en aquel caballo, y que esa era la última vez que la veía.

La luz dominical empieza a languidecer mientras Domingo, por tercera vez, enciende la vela frente a la iglesia de su pueblo. Aquella mañana unas monjitas pasaron visitando la casa de Domingo, enteradas de que una de sus hijas estaba enferma. Una de las religiosas, tomando a Domingo del brazo, le recomendó que hiciera bendecir una vela con el sacerdote del pueblo, la encendiera frente a la iglesia y la llevara sin que se apagase hasta la gruta de la Virgen de la Merced. El tercer viaje fue más lento que los anteriores; Domingo ya no lloraba y sus manos apenas temblaban. No entendía aún cómo es que el demonio llegó a habitar en el interior de su hijita, pero todo eso estaba por terminar al fin: las personas que vendían sus chucherías junto a la gruta estaban ya a la vista. Por desgracia la vela se había consumido demasiado y, a menos de quince metros de la imagen de la Virgen, quemó la mano izquierda de Domingo y cayó, apagada, al suelo.

Domingo despertó aturdido al día siguiente. No podía respirar con facilidad y sentía intenso dolor en todo su cuerpo. Seguía vestido con su mejor traje, su traje de domingo, pero este estaba sucio y roto por todas partes. Vio a Doménica a su lado, triste pero sin el semblante enfermo de los últimos días; había una pequeña botella de jarabe en la mesita junto a la cama, pero a esta no la vio. Domingo no recordaba la paliza que le dieron los peregrinos de la Virgen de la Merced la tarde anterior luego de que haya prendido fuego a la vestimenta de la virginal escultura, pero ya se enteraría.

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