17.4.06

Pródigo

Ocho años, cuando aún no se han cumplido los treinta, son un período considerable de tiempo. He regresado a esta pequeñita ciudad luego de ocho años de exilio voluntario; claro, en todo este tiempo la he visitado unas cinco o seis veces, pero no han sido más que visitas cortas que no llegaban a completar ni siquiera la semana. Ahora he vuelto para quedarme y el frío ha empezado a roerme los huesos, de nuevo.

El aire es el mismo si lo comparo con el de mi infancia y juventud, pero la pequeñita ciudad ha cambiado. No ha crecido: ha cambiado. En algunas de las visitas esporádicas notaba una que otra cosa diferente, pero no les prestaba mayor atención; en las tres semanas que llevo jugando al hijo pródigo me ha calado una sensación de extrañamiento, que extrañamente me ha ayudado a que la reconciliación con este entorno sea menos brusca.

Tras ocho años de incesante sudor (por el calor más que por la labor) regreso a los escalofríos (por el frío más que por la... que por la... que por la ¿incertidumbre?). Hasta la lluvia suena diferente al repiquetear en la ventana, y huele diferente, y sabe diferente. Vuelvo a dormir bajo el peso de gruesas colchas y vuelvo a caminar bajo el peso de miradas escrutadoras, al tiempo que siento la levedad de los desconocidos.

El regreso a la casa paterna no ha sido precisamente el regreso a la casa paterna. Harán ya dos años desde la última vez que estuve aquí, y en ese lapso mi familia ha cambiado su domicilio. Mi hermano el mayor, ya casado, vive aparte, y la vieja casa quedó demasiado grande para mis padres y mi hermano el menor. Ahora habitan un departamento, y me he apropiado del cuarto de huéspedes hasta decidir si me quedo con ellos o persisto en mi soledad.

Me gustaría quedarme, pero sólo porque por la ventana de mi cuarto provisional puedo ver, en una sola ojeada, un pedazo de río, un trozo de cordillera y una pequeña iglesia de lo más sencilla. Me desconcierta el impacto que me ha producido este paisaje, porque personalmente no me considero ni amante de la naturaleza ni fervorosamente religioso; tampoco se trata de que esta trilogía de ¿objetos? me de paz y sosiego: me asombran, y ya.

La verdad sea dicha al río no se lo ve, porque su cauce queda por debajo del nivel de la calle, pero está ahí: escondido a menos que te le acerques. Desde mi ventana no se lo escucha, pero se adivina su rumor. El río fluye aunque no se vea la turbulencia de su agua. En este momento su agua puede estar de lo más clara, o por el contrario toda sucia de tierra revuelta: lo imagino cristalino, pero no me lo creo del todo.


He vuelto, y me da lo mismo estar aquí que en cualquier otra ciudad; pero no estoy en ninguna otra ciudad: estoy en esta pequeñita ciudad con su frío y sus miradas escrutadoras (¿escrotadoras?). A lo mejor nunca la vuelva a abandonar, o a lo mejor me esté yendo antes de terminar de desempacar: ninguna puta pitonisa me lo dirá, porque no pienso preguntarlo. Prefiero la duda.

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