9.1.06

Madrugada

Regresaba a mi departamento; eran como las 3 de la mañana. Había pasado la noche en casa de Jorge, escuchando música (el último disco de Fiona Apple «and after waiting, fighting patiently on my knees / all the other stuff tired itself out first, not me»; creo que lo repetimos como siete veces), comiendo canguil con jugo de naranja (desde que Jorge empezó a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, hace siete meses, en su casa no se puede ni siquiera destapar una cerveza) y en agradable tertulia. Tenía algo de sueño puesto que ese día mi madre me había llamado a las seis y media de la mañana para recordarme llamarlo a mi abuelo por su cumpleaños, y después de la interrupción del sueño no pude volver a dormir. Al llegar al bloque encontré a un tipo sentado en el piso con su espalda arrimada a la puerta de entrada general al edificio. Mientras me iba acercando a la puerta el olor a alcohol se iba haciendo más penetrante.

El tipo en cuestión tenía el pelo totalmente cano, en un tono grisáceo, aunque sus facciones no eran las de una persona de la tercera edad; a lo mucho tenía unos cincuenta años. Llevaba puestos unos mocasines negros, medias blancas, chompa gris abierta sin ninguna camisa debajo de esta, pantalón negro; no estoy seguro de si llevaba o no calzoncillos, pero la bragueta de su pantalón estaba abierta y su pene se asomaba flácido. Su tez era clara. A simple vista no tenía cara de indigente; su borrachera era evidente a metros de distancia.

Cuando se dio cuenta de que me acercaba a la puerta intentó levantarse. La primera tentativa fue un fracaso, la segunda exitosa. Mientras se apoyaba, parado, la espalda contra la puerta, babeaba. “Nunca hubiese creído que a mi edad doliera tanto”. Creo que dijo eso, o por lo menos es lo que le entendí. Por mi parte no tenía la mínima intención de quedarme conversando con un extraño a esas horas. Cuando estaba a dos pasos de la puerta se me echó encima y me abrazó por el cuello. Lloraba y me pedía perdón. En ese momento empezó a parecerme divertida la escena, pero de todas maneras prefería subir a mi departamento y dormir. Intenté sentarlo contra el muro, pero él no me soltaba. Nunca le dirigí ni una sola palabra. Cuando al fin logré que me soltara se agarró de la puerta con la mano derecha, la soltó casi al instante, se balanceó un poco y cayó de costado. Un pedazo de vidrio del que no me había percatado se clavó en la parte izquierda de su cuello. Se me quitó el sueño.

No gritó, sus facciones apenas se deformaron. A lo que quise acercarme a ayudarlo me detuvo con un gesto de la mano. Dijo que todo estaba bien así, en su aguardientoso acento. Miré sus ojos y me di cuenta de que sí: todo estaba bien así, todo estaba estúpidamente bien así. Levantó su mano derecha y arrancó el trozo de vidrio de su cuello; fue la única vez en toda la noche en que hizo una mueca. No muchas horas antes mi abuelo había cumplido 94 años. Me senté en el mismo lugar en el que él se hallaba sentado a lo que lo encontré, en el piso, contra la puerta, y encendí un cigarrillo. Creo que lloré un poco.

La sangre manaba de su cuello. Como si de un mantra se tratase repetía a cada rato el nombre de Adriana, o Mariana, o algo por el estilo. Me fumé los cinco cigarrillos que me habían sobrado de la tertulia encendiéndolo a cada uno con la colilla del anterior (con la excepción del primero, claro), y para cuando apagué el último, aunque seguía moviendo los labios, ningún sonido escapaba de su garganta. Ningún vecino llegó al edificio a esas horas, y aunque en dos habitaciones se notaban las luces encendidas (una en el segundo piso y otra en el tercero) nadie se asomó por las ventanas. Creo que nadie se asomó por las ventanas, porque a decir verdad el cuadro ante mis ojos me tenía hipnotizado: no podía mirar a otro lado que no sea el hombre muriendo frente a mí. Por momentos me detenía viendo sus medias blancas ensuciadas de polvo, sus labios balbuceantes, su roja herida cubierta con su mano derecha, su pene flácido ladeado hacia la izquierda, sus párpados casi totalmente cerrados sobre sus ojos. Un par de gatos callejeros, uno amarillo y otro blanco, por un momento se le acercaron y lamieron su frente. En algún momento empezó a mearse encima, un chorro lento, seguramente cálido. Pasarían aún unos veinte minutos desde que apagué mi último cigarrillo cuando noté que finalmente sus labios dejaron de moverse.

Me acerqué. Del bolsillo izquierdo de su chompa sobresalía un pequeño libro de pasta café, cuya portada estaba apenas salpicado por unas gotas de sangre. Saqué el libro. Era una pequeña biblia. Entre las páginas 486 y 487 estaba un guachito de lotería fungiendo de separador. En dichas páginas se contaba la historia de Ester. El guachito era válido para el sorteo del miércoles 9 de septiembre de 1998; su número era el 15490; una de sus esquinas estaba cortada, no recuerdo cuál de las cuatro. En la página 487 estaban subrayados los versículos 10 y 11 del cuarto capítulo:

Entonces Ester dijo a Hatac que le dijese a Mardoqueo: Todos los siervos del rey, y el pueblo de las provincias del rey, saben que cualquier hombre o mujer que entra en el patio interior para ver al rey, sin ser llamado, una sola ley hay respecto a él: ha de morir; salvo aquel a quien el rey extendiere el cetro de oro, el cual vivirá; y yo no he sido llamada para ver al rey estos treinta días.

Revisé el resto de sus bolsillos: todos estaban vacíos. Me quedé con la biblia; la sangre en la portada ya estaba seca. Dejé el guachito en el bolsillo de donde saqué el librito. Subí a mi departamento. Cuando el día empezó a clarear yo seguía buscando, pero no encontré ningún otro pasaje subrayado. Leí dos veces la historia de Jonás (páginas 846 y 847) que desde niño ha sido mi favorita entre los cuentos bíblicos. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que recordé con tanta intensidad mis años en la escuela de los hermanitos católicos (donde, por cierto, conocí a Jorge) y todos los rituales de los que participaba mecánicamente sin tener una idea lo suficientemente clara de eso que llaman religión. Cuando al fin me empezó a vencer el sueño me pareció escuchar una sirena, pero no estoy del todo seguro. A lo mejor ya estaba soñando.

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