14.11.05

Palacio

Con guantes de operar, hago un pequeño bolo
de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas
calles: los que se tapen las narices le habrán
encontrado carne de su carne.


Pablo se confunde con Farinango quien a su vez se confunde con Santiago quien a su vez se confunde con Andrés quien a su vez se confunde con Palacio. Todo esto sobre un tablado, dentro de un cubo.

¿Sabe usted quién es Pablo Palacio? Sí, quién-es, no quién-fue; algunas personas siguen siendo después de fallecer: Palacio es uno de ellos. Pablo Palacio es un escritor nacido en Loxa a principios del siglo pasado; sus últimos años de vida los pasó internado en un manicomio, murió loco, murió loco en aquellos tiempos cuando no cualquiera afirmaba de sí mismo “estoy loco” sólo por atraer la atención sobre su persona como pasa muy a menudo en estos tiempos.

Mi primer acercamiento a Palacio fue a través de un relatito suyo, cortito, llamado El huerfanito, que se supone fue su primer escrito y con el que ganó un premio en 1921 a sus 15 años. Tenía yo menos de 15 años cuando lo leí y este relato (ahora lo veo así) fue como una semilla de eso que llaman melancolía.

Tres años tenía Juanito cuando su madre moría.

Hay momentos de infortunio terribles en la vida, momentos en que se nos presenta el destino horriblemente despiadado, momentos en que se siente de veras, se llora de veras, pero Juanito no pensaba, no sentía cuando su madre moría.
Intenté continuar leyendo el libro (las Obras completas publicadas por la editorial Oveja negra, no la de la colección Antares) por el principio y me topé con Débora: ahí quedaron estancadas mis ganas de adentrarme en la narrativa palaciana. Simplemente no le hallaba ni pies ni cabeza. Hablaba de un Teniente pero que no era teniente, era simplemente un hombre.

Pasaron años antes de volver a sacar el libro, desempolvarlo y empezar a leer los cuentos en desorden, dejando las novelas (dos) para el último. Así me fui enterando de las historias de Octavio Ramírez con Epaminondas, de don Francisco (o don Manuel) con Laura (o Judith), del historiador Juan Gual con su mujer Rosalía y Temístocles su ayudante, del joven Z y sus amigos A, B y C, de Antonio Recoledo y Petrona, de Nico Tiberio y su familia, de Enrique y Luna, entre otros. Hasta ahora me pregunto si Cortázar llegó a leer a Palacio; tengo la intuición de que la respuesta es afirmativa. Son cuentos feéricos, lúdicos, melancólicos y completamente irreverentes.

Después de los cuentos me volví a batir con el Teniente y nos llegamos a llevar mejor que en aquellos días de la infancia. Al final, como plato fuerte, conocí a Andrés Farinango y su historia en la Vida del ahorcado. El signo de la horca me ha acompañado desde entonces. Gracias, Santiago.

Camarada:

Cuando estás delante del poderoso, ¿por qué tiemblas? Todo poder viene de ti. ¿Por qué no le escupes? ¿Por qué no le envileces con su misma pequeñez? ¿Por qué no le abofeteas?

¿Sabes que él esté hecho de otro barro que no sea un poco cosilla de miserias y vergüenzas?

¿Por qué te humillas? ¿Por qué?

Espera que la piara se dé cuenta de que la sordera del todopoderoso no tiene edad y verás cómo se viene –hambrienta e inflamada- y aprieta el cuello de los usurpadores. Y verás cómo les hace saltar los ojos, igual que a esos enanitos de celuloide. Y verás cómo goza la piara y se estira y se conforta.

Luego los grandes devorarán a los chicos y entonces tendrás que ponerte a temblar ante el nuevo poderoso, porque estás hecho de carne de esclavo.

Ya ves cómo los otros gobiernan en nombre del pueblo y usufructúan tus lágrimas. Ya ves cómo han hecho a tu mujer y a tu hija ricos presentes, y ya sabes cómo gozarán con ellas a costa de tu propia amargura.

Un día los imbéciles no pudieron vivir solos y se volvieron impotentes para reclamar su calidad de hombres. Entonces sus padres les vapulearon y no abandonaban los foetes para que ellos no abandonaran la azada. Y cuando murieron sus padres, fueron sus hermanos los que les vapuleaban. Entonces los tiranos cobraron renta por dar azotes y hoy te los dan hasta cocerte las rabadillas.

Y no llegará el día en que te hayas reconquistado. No eres tan fuerte como para deshacerte del yugo.

Mira el día pasado y el de hoy y mira así todos los días de tu vida. Estás hecho de esclavo como tu voz está hecha de sonido. Así totalmente y sin esperanza.

He dicho, camarada.

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