31.10.05

Una meretriz

Hace unas semanas, mientras esperaba a una amiga a la salida del cine para ir por unos vinos, estuve releyendo el Trópico de Cáncer desde una página elegida al azar. La espera estuvo un poco más larga de lo que esperaba, por lo que avancé desde la descripción que hacía Miller de las bondades de su trabajo como corrector de pruebas de un diario francés hasta su defensa de una meretriz llamada Lucienne, una “rubia platino, corpulenta, con aspecto cruel y taciturno”. A mi mente vinieron diversos recuerdos, pero uno en particular brillaba por encima de los otros.

He conocido a algunas putas (a veces se me da por racionar los eufemismos); no con todas me he acostado y no con todas he conversado. No es tan fácil tener una conversación honesta con una de ellas, ya que la mayoría desconfían de todo y de todos; claro, hay unas que se muestran muy alegres y no paran de hablar, pero se centran sólo en banalidades.

Hacer un compendio sobre la prostitución y tratar de retratar las diferentes categorías de meretrices no es mi objetivo, y quien se proponga tal tarea terminará con un libro tan amplio como cualquier libro de antropología de esos que se utilizan en las universidades para tratar de enseñar qué mismo somos los humanos. Me centraré en el relato que escuché de una prostituta con la que tuve la oportunidad de viajar (bus interprovincial; cuando viajas sólo nunca sabes quien te acompañará en el recorrido) hace unos cuatro años.

Michelle, me dijo que se llamaba Michelle. Empezamos a hablar cuando me dijo que era la tercera vez que veía esa película de Van Damme en un bus (la película era Soldado Universal, por si se lo preguntaban); le dije que era la quinta vez que yo la veía en la misma línea de transporte y se rió; a mí no me pareció haber hecho un comentario tan gracioso pero igual me reí con ella y no volvimos a mirar hacia la pantalla.

Su acento la delataba como costeña, y a lo que le pregunté que qué había estado haciendo por Loxa (el viaje era de Loxa a Guayaquil, por si se lo preguntaban) me dijo que había estado trabajando unas semanas en el Texas (uno de los burdeles más conocidos de la ciudad) y que ahora regresaba a su natal Yaguachi porque su mamá estaba enferma y era probable que se muera. Todo esto me lo dijo sin mayor pudor y sin cambios en el tono de su voz, como si me conociera de años o (y esto me parece realmente más probable) como si le valiera verga lo que yo piense o deje de pensar.

Para el momento en que terminó la película ya estaba enterado de que Michelle tenía 17 años, que había entrado en el mundo de la prostitución dos años antes de la mano de uno de sus tíos después del primero de sus dos abortos, y que la persona que más quería en el mundo era su abuela (la materna, por si se lo preguntaban). Era delgada y pequeñita, y aunque casi no la vi parada sí puedo afirmar que apenas pasaba del metro y medio; su tez era trigueña, su cabello despeinado pero suave, y aunque no era una preciosura sí me pareció bonita. Luego me fue contando que su primera relación sexual fue con un amigo de su papá, medio queriendo medio a la fuerza, cuando tenía 12 años; que la primera vez que quedó embarazada fue de un enamorado que tenía en ese tiempo, el cual al enterarse del estado de gestación de la niña puso pies en polvorosa (recuerdo con una claridad estúpida que usó esta frase), y que fue su abuelita quien la llevó donde una comadrona para que le saquen el niño de adentro. La segunda vez que quedó embarazada ya fue cuando ejercía de puta en Quito y confesó que al principio no usaba preservativos con todos sus clientes; su abuela volvió a intervenir y desde entonces empezó a tomar la píldora y no tira si no hay un condón de por medio. Todo lo que había ahorrado hasta entonces lo tenía en un banco y pensaba seguir trabajando en lo mismo unos cinco años más para ahorrar lo suficiente como para comprarse una pequeña villa propia donde la quería llevar a vivir a su abuelita, y a su mamá si es que no se moría.

Dijo que odiaba a los hombres pero que siempre se estaba enamorando de alguno como si de algo inevitable se tratase.

Cuando ya bostezaba me contó que después de una semana pensaba regresar a Quito aduciendo que allá hay más trabajo y que tenía conocidos que la ayudaban a tapiñarse dada su condición de menor de edad. Luego se me arrimó, se acomodó bajo mi brazo izquierdo, puso mi mano sobre su seno derecho (no llevaba brassier, por si se lo preguntaban) y me dijo que la podía manosear nomás mientras dormía; aunque la oferta era tentadora preferí llevar mi mano encima de su vientre y acariciar su cabello con la otra, como si llevase entre mis brazos a una niña pequeña. La luz era escasa y se la veía plácida y cómoda. A lo que llegamos al terminal me dijo que en realidad se llamaba Diana, me dio un beso en los labios, un pico fugaz, y se fue. Aún recuerdo sus ojos tristes.

Por si se lo preguntaban, lo que dijo Henry Miller (traducción española como se darán cuenta) fue esto:


Cuando oigo los reproches que hacen a una muchacha como Lucienne, cuando oigo que la denigran o desprecian porque es fría y mercenaria, porque es demasiado mecánica, o porque tiene demasiada prisa, o por esto o por lo otro, me digo: “¡Un momento, chaval, más despacio! Recuerda que vas muy atrás en la procesión; recuerda que todo un cuerpo de ejército la ha asediado, que la han devastado, saqueado y pillado.” Me digo: “Oye, chaval, no le regatees los cincuenta francos que le das porque sepas que su chulo está derrochándolos en el Faubourg Montmartre. Es su dinero y su chulo. Es dinero ganado con sangre. Es dinero que nunca será retirado de la circulación porque no hay nada en el Banque de France con que redimirlo.”

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