3.10.05

A oscuras

Sentado en el piso, en la mitad de mi habitación. La luz apagada, las persianas cerradas, la puerta entreabierta. La oscuridad no es completa, pero casi. Empieza la música.

Me siento en la oscuridad y el resto me vale mierda: estoy sólo, sólo, sólo, sólo, sólo, sólo, sólo.

No se me malentienda: no se trata de un grito desesperado de auxilio ni un masoquismo barato ni un corte de la energía por falta de pago ni una búsqueda interior mística. Vendría a ser más bien una especie de tregua entre lo que siente y lo que procesa el producto de los sentidos, aunque claro, no es precisamente una tregua.

El piso, tan pisado ya, no es tan incómodo como parecería a primera vista. Me siento, me acuesto, la música continúa, ruedo, no veo casi nada, empieza todo un desfile de recuerdos heterogéneos, (¿sabía usted que emético es otra palabra para vomitivo?), me alegro, me entristezco, canto pedacitos de canciones, no me siento tan sólo, grito a ratos, a ratos se me hace un nudo en la garganta, me río. Cierro los ojos y al abrirlos no veo nada y me siento bien de no ver nada.

No se trata de una terapia, no se trata de una práctica habitual; es más bien un lapsus, un quebrantamiento autoinflingido de la realidad: sigo siendo aestático.

La música continúa. El frío del piso disipa el calor y la suavidad; no sé por qué me acuerdo de mi cuna. El teléfono empieza a timbrar: no pienso contestar, no me siento tan sólo, no quiero bajar el volumen de la música, inhalo en cada repique del timbre, el teléfono deja de timbrar.

Desde el parlante Thom Yorke me espeta “I’ll stay home forever where two & two always makes up five”, y de repente siento esa cosa que se siente cuando uno nota una coincidencia. Quisiera alzarle el volumen, pero ya está en su nivel máximo.


Enciendo una vela junto a la puerta y los dibujos de la pared me vuelven a mirar.

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