5.12.05

Antes de la curva

Era un jueves, alrededor de las siete de la noche. La carretera estaba despejada; el carro iba a unos 70 kilómetros por hora. Se aproximaba una curva hacia la derecha. El perro salió corriendo de los montes, del lado derecho de la carretera. El carro se pasó al carril izquierdo de inmediato, y el perro corrió hacia ese mismo lado. El carro regresó al carril derecho, y el perro se dio media vuelta intentando regresar al lugar de donde había salido. El carro dio dos tumbos y tomó la curva hacia la derecha.

Era un jueves, alrededor de las siete de la noche. Íbamos escuchando a los White Stripes porque era mi turno de poner la música, y en ese momento sonaba Hotel Yorba. El resto de mi familia discutía si al llegar a la ciudad iríamos a comer pizza o parrillada; a mí me daba igual y me limitaba a escucharlos tarareando la canción, bien bajito. Vi al perro salir corriendo; era de un color café claro. Vi al perro, asustado, intentando esquivar el carro. “Let’s get marri / get married in a big cathedral by a priest”. Disminuí un poco la velocidad para tomar la curva y pocos segundos después volví a acelerar.

Era un jueves, alrededor de las siete de la noche. Estábamos todos ahí, dentro del carro: mis padres, mis hermanos y mi cuñada. Por la mañana tuve una pequeña disputa verbal con mis progenitores que no quedó resuelta del todo, y unos atisbos de hostilidad y discordia estaban aún rezagados, ahí entre los asientos delanteros y los posteriores. Cuando atropellé a Dolbi (fue el primer nombre que se me ocurrió ponerle al perro, aunque sólo se lo dije a mi hermano el menor un par de horas más tarde mientras comíamos pizza, enfatizando que se deletreaba con i latina y no griega) todos se callaron, y sólo mi cuñada dejó escapar un leve gritito. Les tomó casi medio minuto romper el silencio y empezar a comentar lo sucedido.


Era un jueves, alrededor de las siete de la noche, cuando atropellé un perro en una carretera. Por tomar una curva no pude ver nada de lo que dejaba atrás por el retrovisor. Sólo mi hermano el menor se dio la vuelta lo suficientemente rápido como para ver qué había sido del perro y no me lo contó sino hasta el rato en que me fui a despedir de él horas más tarde cuando estaba ya preparado en su cama empijamado para dormir. Mientras el resto de mi familia comentaba lo sucedido yo seguí tarareando con los White Stripes. Si bien no me sentía del todo tranquilo (mi pulso se alteró, eso me era evidente) tampoco me ardía el remordimiento ni la inquietud; no era ni siquiera indiferencia: sé que no lo era porque la conozco lo suficientemente bien. Se me ocurrió parar el carro para regresar a ver si había cómo hacer algo por Dolbi, pero preferí esperar que alguien más haga esa sugerencia. Nadie la hizo, y no paré sino hasta llegar a la pizzería que por una votación de tres a dos habían elegido. El resto del viaje fui pensando aleatoriamente en un poco de cosas: la diferencia entre aplastar a un perro y aplastar a una hormiga, el lugar de los animales en el plan divino, la felicidad o miseria de un perro en medio del campo, qué hubiera pasado si en vez del perro hubiese atropellado una vaca o un ornitorrinco, que sólo odiamos a alguien cuando nuestra estima hacia ese alguien es igual o mayor a la que tenemos por nosotros mismos, la posibilidad de que en una carretera cualquiera los lleguen a atropellar a mis hermanos, el lugar de los animales en el plan humano, la posibilidad de un cielo para perros, los problemas que dejaría no resueltos si muriera atropellado, cuál sería la primera ambulancia con la lucecita roja giratoria, la posibilidad de que Dolbi haya sido una reencarnación de Torquemada y yo no haya sido más que un instrumento de venganza divina, la felicidad o miseria de un perro con correa insertado en la sociedad, la compatibilidad entre nuestros conceptos de felicidad o miseria y la vida animal, qué tan en lo cierto estaba Barnes cuando postulaba que el arte justifica las catástrofes, la última vez que comí pizza hawaiana. Claro, también recordé cuando me describías el miedo que tenías al ver un perro cruzar una calle.

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