16.1.06

La zurda

Después de que le amputaron el brazo no fue precisamente tristeza lo que embargó a P; en realidad se lo veía con una alegría renovada, una expresión de triunfo tan rara en él. Los dos meses previos a la operación mi amigo estaba zambullido en una depresión seria; no quería hablar con nadie, prendía el celular sólo dos días a la semana, evitaba los lugares en los que antaño se solía encontrar con conocidos, casi no llamaba a sus familiares, pasaba más horas muertas en su trabajo. Perder su brazo izquierdo, de alguna manera, parecía ser lo mejor que podía pasarle.

Su brazo estaba sano, no se trataba de gangrena ni nada por el estilo. Todo empezó con una apuesta entre él y yo: iríamos una noche prefijada a un night club de la ciudad, nos sentaríamos cada quien sólo, mesas separadas, y quien consiguiera más lap dances ganaría la apuesta. El perdedor pagaría ambas cartillas de consumo al final de la noche, y perdería un brazo (lado a elección).

Escogimos la noche de un jueves para, nerviosos, poner en marcha nuestro plan. Vale aclarar que no era esta una práctica común entre nosotros; quiero decir una apuesta de tal calibre, lo de ir a ver mujeres desnudarse sí lo hacíamos casi una vez al mes. Llegamos al local escogido a eso de las diez de la noche; no había mucha clientela. Preferimos, en lugar de tomar una mesa cada uno, sentarnos en las sillas acondicionadas junto a la pista donde las stripers bailan, uno a cada lado de la pista, frente a frente. Yo bebí cerveza, P optó por whisky. A las dos de la mañana, hora acordada con antelación, salimos del local, luego de que P canceló la cuenta. En total yo disfruté de once lap dances, mi amigo de nueve.

Tres días antes, R, un amigo en común, nos presentó al primo de su enamorada, un estudiante de segundo año de postgrado en cirugía. Por una “módica suma" nos ofreció, junto a tres de sus compañeros, realizar la operación en el consultorio de su padrino, un cirujano de renombre en la ciudad. El dinero se lo dimos el jueves al medio día, aportando cada uno de nosotros la mitad de lo acordado.

Al salir del night club P estaba temblando, con una extraña sonrisa desfigurando su rostro. Por un momento creí que se iba a echar para atrás, pero eso estaba lejos de la verdad. La operación quedó fijada para el domingo por la tarde, y justamente el viernes al ir a la oficina mi secretaria me esperaba con la noticia de que el domingo por la mañana me tocaba salir del país para conseguir unos equipos para la empresa. Inmediatamente llamé a P para avisarle que no iba a poder acompañarlo a la operación, y me dijo que no me preocupe, que él se las arreglaría sólo, y me deseó un buen viaje. Al colgar el teléfono creí confirmadas mis dudas de que dicha operación nunca se iba a realizar, pero no me importó demasiado, ni siquiera el dinero que le habíamos cancelado al futuro cirujano.

Estuve fuera una semana entera. Al llegar al aeropuerto de regreso encontré a P esperándome. Aunque el día estaba particularmente caliente, llevaba puesto un buzo; la manga izquierda se balanceaba casi vacía. Estaba radiante. Fuimos por un café. Me confesó que había perdido la apuesta a propósito, que antes de que hiciéramos nuestra apuesta más de una noche había permanecido despierto hasta altas horas de la madrugada maldiciendo el sinsentido de la vida y pensando en el suicidio como la solución más viable para el puto aburrimiento que lo estaba destrozando, y que de repente la perspectiva de perder un brazo gozaba de un brillo absurdamente redentor en medio de toda la mierda que lo rodeaba. Trató de convencerme de que acepte la devolución de mi mitad de lo cancelado para la operación, pero ni hablar: lo rechacé de inmediato; era bueno ver su alegría, compartir su alegría, una alegría que tenía mucho de infantil.

Antes de despedirnos me confesó que sólo dos veces en su vida se había masturbado con la zurda: la primera cuando vio a Kurt Cobain tocando la guitarra “al revés” en el concierto acústico de Nirvana, y la segunda cuando leyó Dos mujeres en Praga de Juan José Millás. Luego empezó a reírse como desquiciado, y yo reí también porque recordé que yo mismo fui quien le prestó el libro de Millás. Una vez más, fue él quien pagó la cuenta.

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