10.7.06

Niñero

¿Cambiarían nuevamente de escondite a las películas pornográficas? Ricardo tendría que esperar hasta que sus tíos se hayan ido para averiguarlo. Era la quinta vez que lo llamaban para que cuide a Mateo. Juan Carlos y Mónica tenían esa noche el matrimonio de unos amigos de la universidad, y ya habían confiado anteriormente en Ricky para que cuide a su primogénito, por lo que se fueron de lo más tranquilos. Ricardo tiene 12 años y acaba de terminar la escuela, habiendo sido honrado con la segunda escolta del pabellón nacional; Mateo está por cumplir cinco años, y acaba de terminar su curso de pre-básica en la misma escuela de su querido primo. Antes de salir, Mónica le indicó a Ricardo qué tarro de helado estaba ya empezado en la refri para que se sirva a su gusto; y se despidió de él con un beso en la mejilla que Ricardo, para sus adentros, consideró muy cercano a la comisura izquierda de sus labios.

Eran las nueve y siete minutos de la noche. Tan pronto como la puerta se cerró, lo primero que Ricardo hizo fue prender el PlayStation de Juan Carlos para entretener a Mateo en algo; empezaron a jugar FIFA street en modalidad de dos jugadores contra la máquina y cinco minutos después se excusó diciendo que iba a buscar algo de comer y que hasta eso siguiera nomás jugando sólo. Fue directamente a la habitación de sus tíos y buscó los videos en el cajón del escritorio donde Juan Carlos guarda sus papeles del trabajo, que fue donde los encontró la última vez, pero no los halló allí. Del cajón sacó un compás y empezó a picarse levemente el muslo derecho por encima del pantalón, dejando que la punta roce apenas su epidermis; la noche se le antojaba aburrida si no hallaba las películas. Después de un rato guardó el compás y abrió el armario; el olor de la ropa de Mónica le produjo una erección a medias, que se completó al hallar el cajón con la ropa interior de la hermana de su padre. Agarró una tanga amarilla y se encerró en el baño del pasillo a hacerse una paja.

Cuando volvió a la habitación aún escuchaba los gritos de Mateo que les indicaba a sus jugadores no ser tan maricones y que pateen como hombrecitos (indicaciones aprendidas de su padre). Ricardo dobló cuidadosamente la tanga e intentó dejarla en el mismo sitio y en la misma posición en la que la había encontrado. Luego revisó las carteras y no encontró en ellas más que diversos estuches de maquillaje; chequeó los bolsillos grandes de los abrigos: nada. Se le ocurrió revisar los cajones del velador de Mónica y lo más interesante que encontró fue unas hojas fotocopiadas con algunas anotaciones en los márgenes; en la parte superior ponía Crónica del dolor, y había un pasaje subrayado:

Durante las ceremonias para escoger pareja sexual, los jóvenes caminaban en torno al pueblo seguidos por las niñas que se burlaban de ellos. De pronto, cada muchacha atacaba a un determinado varón con una concha afilada o un cuchillo de bambú, inflingiendo dolorosas heridas. Los jóvenes aceptaban la tortura como una abierta invitación erótica; se estimaba que la muchacha más agresiva sería la más apasionada en el lecho y sus agresiones al varón escogido eran vistas como una expresión de aprecio por su belleza masculina. Por ese motivo, los muchachos estaban dispuestos a recibir gustosamente los peores ataques, y luego se les permitía tomar sexualmente a su agresora, un acontecimiento que podía incluso llevarse a cabo en algún lugar público.

Ricardo quedó un poco conmocionado después de leer el papelito, pero terminó riéndose; le era inaudito que haya personas que se lastimen como muestra de afecto. Empezó a imaginarse a Michelle, la compañerita que le gustó los dos últimos años, persiguiéndolo con un cuchillo por todo el patio de la escuela y luego acostándola debajo de la rodadera de pre-básica para juntos perder la virginidad. Mientras divagaba en sus pensamientos fue quedando acostado en el suelo a un costado de la cama, y vio que debajo de esta había una caja de esas que se utilizan para guardar películas. Su alegría iba en aumento. Sacó la caja, la abrió y encontró un DVD con una letra A trazada con marcador sobre la blanca superficie. Salió de la habitación y le dijo a Mateo que ya había jugado bastante y que era hora de ir a la cama; al niño la idea no le gustó en absoluto y siguió jugando como si ni siquiera lo hubiese escuchado. Ricardo estaba feliz, por lo que no puso mayores objeciones y jugó junto a su primito dos partidos más. Luego lo llevó a la cama y le leyó un cuento de Edgar Allan García hasta que Mateo finalmente se quedó dormido. Luego pasó por el baño para coger un pedazo de papel higiénico que utilizaría después para limpiarse el semen, regresó a la sala, desconectó el PlayStation, conectó el reproductor de DVD’s, puso el disco, apagó la luz y se sentó frente al televisor con los dos controles remotos a la mano.

Cuando empezó la película se abrió la bragueta del pantalón y tomó su pene con su mano izquierda; notó que la calidad del video era pésima, pero la mayoría de películas pornográficas que había visto hasta entonces tenían una calidad similar, así que todo estaba bien: la película hallada bajo la cama era precisamente de las que él quería ver, o por lo menos así lo creía hasta que pudo ver la primera cara: la de su abuelita. Su ánimo se volvió a oscurecer; no podía creer que en vez de porno se había encontrado un video familiar antiguo (su abuelita había muerto antes de que él haya cumplido un año). Se estaba abrochando nuevamente el pantalón cuando vio que Camilo, su padre, se acercaba por detrás a la anciana. Reconoció que la escena se desarrollaba en su propia habitación, y que su abuela tenía la mano derecha apoyada en el que antaño fue su moisés, y que de rato en rato lo mecía. Empezaba a preguntarse si él mismo estaría dentro del moisés durante la filmación cuando Mónica entró en escena. Lo que vio después lo dejó sin habla, algo confuso.

Juan Carlos abrió la puerta con prisa y fue corriendo al baño sin darse cuenta de nada; fue Mónica quien encontró a Ricardo sentado en el piso frente al televisor encendido pero con la pantalla totalmente a obscuras, con el pelo despeinado, llorando en silencio, y con un pedazo de papel higiénico a un lado aplastado bajo una caja de esas que se utilizan para guardar películas.

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