8.8.05

La fogata

Pasar la noche en una casita de campo es una buena excusa para departir con los panas: tertulia, trago y tonadas: trilogía básica (bueno, los abstemios objetarán el segundo vértice; ellos pondrán en su lugar la bebida de su elección). Concéntrico al triángulo se forma el círculo de los participantes: en el centro, una fogata.

El centro de la fogata no siempre está en el centro. El fuego de la fogata no siempre está en la leña. La luz de la fogata se alza contra la oscuridad de los alrededores, para paliar, en lo posible, el miedo a lo que no se ve; para alejar, en lo posible, el frío de la soledad de cada uno de los presentes; para adormecer, en lo posible, el miedo que engendra el fuego.

Junto a la fogata, se enciende el vértigo de mirar las llamas. Las cenizas revolotean a la menor brisa, pero no son lo suficientemente convincentes como para distraer la atención por mucho tiempo del espectáculo principal: lenguas de fuego devorando madera, esperando ansiosas un descuido, saboreando -por anticipado- un bocado que no siempre pueden conseguir.

La fogata tiene hambre, siempre tiene hambre. Por eso se canta, por eso se chupa, por eso se conversa con los demás: para no ver, en las brasas ardientes, las miradas de aquellos que han representado el papel de leña en el pasado.

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