7.8.06

La paloma y la trompeta

El día del concierto Silvia se despertó antes de que la alarma empezara a sonar, pero no se levantó; permaneció acostada, bostezando, abriendo y cerrando los ojos por intervalos, en silencio. El calor de la mañana empezó a colarse en la habitación y antes de limpiarse las lagañas con el índice derecho como todas las mañanas se quitó el camisón sin salir de debajo de la sábana para luego hacerlo rollito y tratar de encestarlo en el tacho de ropa sucia: si acertaba se masturbaría antes de levantarse y meterse en la ducha. No acertó y tan sólo masajeó su clítoris unos segundos mientras se relajaba debajo del chorro de agua.

En el boleto decía que el concierto empezaría a las 8 y Joaquín le había dicho que pasaría a recogerla a las 8 y media después de salir de la oficina y pasar por su casa cambiándose de ropa. Era su segunda semana de vacaciones y Silvia no tenía nada planeado para aquella mañana y tarde. Luego de tomar un largo vaso de café no muy caliente puso el último disco de Placebo y se sentó frente al lienzo que había empezado a manchar de colores el día anterior. Su intención era pintar a una mujer desnuda crucificada, con corona de espinas y reemplazando el cartelito del INRI con el icono del baño de mujeres. Le tomó lo que quedaba de la mañana y las dos primeras horas de la tarde para dejar los travesaños de la cruz a su gusto, de un color púrpura oscuro con pintas amarillas.

Luego de lavarse decidió ir por una hamburguesa, una royale with cheese (siempre las pedía así desde que vio Pulp fiction, pero hasta ahora sólo una cajera le había entendido devolviéndole una sonrisa cómplice; al resto les tenía que aclarar que quería una cuarto de libra con queso), pero al abrir la puerta se encontró con una paloma muerta sobre el tapete que rezaba “Welcome”, y se le quitó el hambre. Sin pensarlo mucho tomó a la palomita con la mano izquierda, usando la derecha para sostenerle suavemente la cabeza, y la colocó encima de su cama. La revisó con cuidado y no encontró heridas. No entendía por qué hallar a un pájaro muerto la conmocionó tanto, si nunca en su vida había sido adepta a las mascotas en particular ni a los animales en general. Intentó hacer en su cabeza un comentario mordaz sobre una paloma-muerta, el doble sentido y todo eso, pero no le halló gracia, y, lo que fue peor, la hizo llorar. Se abofeteó a sí misma tratándose de estúpida en voz alta, pero no solucionó nada; los mocos aparecieron como en cualquier llanto decente. Entró al baño, se lavó la cara y se quedó casi dos minutos enteros mirándose al espejo, respirando despacio, esperando que disminuya la humedad de sus ojos.

Volvió y se arrodilló a un lado de la cama. La paloma tenía los párpados cerrados, y Silvia empezó a comparar mentalmente sus propios ojos con los de la paloma, pero no le resultó fácil. Había visto cientos de palomas a lo largo de su vida, pero nunca con atención, y cuando habían estado cerca de ella nunca se le había ocurrido mirar sus ojos. Ahora quería ver sus ojos, esas pupilas que de seguro carecerían de todo que pudiera parecerse al brillo, pero algo le impedía estirar la mano y separar aquellos inertes párpados con los dedos; estaba arrodillada, con sus glúteos rozando sus talones, el mentón apoyado en su mano izquierda, ambos codos en el colchón y su antebrazo derecho en un paralelismo casi perfecto con respecto al cuerpo de la paloma, pero no se decidía a ejecutar movimiento alguno. Perdió el sentido del tiempo, su mente divagaba libremente e incluso iba recuperando recuerdos que no había desempolvado en años. Cuando se levantó la iluminación en el cuarto era tenue y el dolor en sus rodillas intenso.

A las 8 y doce Joaquín timbró en casa de Silvia, y se extrañó de no encontrar el tapete de “Welcome” en su lugar habitual. Le llamó más aún la atención ver a una Silvia radiante abriéndole la puerta, con un vestido negro largo que consideró demasiado formal como para ir al concierto pero sin poder negar ni por un momento que le quedaba hermosísimo. Fue recién cuando esperaban el taxi que se percató en dos plumas grises que Silvia había utilizado en el arreglo de su cabello; esas plumas le parecieron una especie de mensaje que no terminaba de comprender y que trató de descifrar durante todo el trayecto sin mucho éxito, y sin saber muy bien por qué recordó la trompeta oxidada que encontró en su patio una semana antes de la que nunca había mencionado ni una sola palabra a Silvia. Un escalofrío recorrió su espalda, y finalmente se decidió: al día siguiente se separaría definitivamente de su esposa.

«La paloma aletea sobre el patio de la casa, alejada de la bandada, cansada y sin hambre. Va tarareando una canción que no tiene título cuando ve la trompeta semienterrada junto al arbusto. Desciende y empieza a picotearla al ritmo de la melodía de su cabeza y la trompeta no se molesta; es más, se enamora del pico que la lastima y de los rojos ojos que la miran con algo que se parece a la lujuria. Nadie las ve, nadie las oye, nadie las huele, y no importa: ellas se entienden, y entienden, y no necesitan compartirlo con nadie. La paloma empieza por meter su cabeza en el hueco mayor de la trompeta, y le gusta lo que ve, y poco a poco el resto de su cuerpo va terminando de hundirse hasta que la última pluma gris desaparece. La trompeta brilla silenciosa bajo el sol.»

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