Panes
La mamá de Pepito le pide que vaya a la panadería y compre cinco panes de dulce y dos de sal, así que el niño se mete el dinero en el bolsillo y sale rumbo a la panadería. Mientras cruza el parque ve una multitud rodeando a un viejito que, sin gritar, se deja escuchar por todos, y esto es lo que dice:
«Todas las corrientes filosóficas, desde aquellas perfectamente etiquetadas hasta las mescolanzas que cada uno toma como filosofía personal, son los tablones de un barco, simbólico como el arca de Noe y de dimensiones pantagruélicas, que nunca zarpa y que ha estado amarrado al puerto desde que el primer hombre tuvo esa cosa que llamamos conciencia.
»Todos nosotros, de manera consciente o inconsciente, hemos ayudado a construir este barco, ya sea con tablones, o con clavos, pintura, claraboyas, adornitos por aquí y por allá. Claro, cada cierto tiempo viene alguien y destruye algunos tablones para reemplazarlos por otros; eso no importa mucho, porque el barco a lo mucho se mece, pero no se desplaza a ningún lado.
»Las amarras de este inmenso barco estacionario están enmohecidas, y aunque son fuertes llegará el día en que se rompan lo queramos o no. Ustedes pueden esperar hasta que las amarras se rompan solas, o hasta que aparezca aquel con la fuerza suficiente para desatar y pilotear el barco, pero yo les recomiendo que agarren su tablón y se larguen nadando. No les aseguro que volverán a pisar tierra firme, pero en verdad os digo...»
En este momento dos hombres y una mujer vestidos con sendas túnicas blancas se abren paso entre la multitud, amordazan al viejito, ponen una venda sobre sus ojos, amarran sus manos por la espalda y se lo llevan en una vieja carroza tirada por dos caballos. Nadie reclama. Pepito termina de cruzar el parque, entra a la panadería y pide a la dependienta cinco panes de sal y dos de dulce. Al regresar a casa su madre se da cuenta del error del niño y lo manda a la cama sin merendar para que aprenda a no ser tan despistado.
«Todas las corrientes filosóficas, desde aquellas perfectamente etiquetadas hasta las mescolanzas que cada uno toma como filosofía personal, son los tablones de un barco, simbólico como el arca de Noe y de dimensiones pantagruélicas, que nunca zarpa y que ha estado amarrado al puerto desde que el primer hombre tuvo esa cosa que llamamos conciencia.
»Todos nosotros, de manera consciente o inconsciente, hemos ayudado a construir este barco, ya sea con tablones, o con clavos, pintura, claraboyas, adornitos por aquí y por allá. Claro, cada cierto tiempo viene alguien y destruye algunos tablones para reemplazarlos por otros; eso no importa mucho, porque el barco a lo mucho se mece, pero no se desplaza a ningún lado.
»Las amarras de este inmenso barco estacionario están enmohecidas, y aunque son fuertes llegará el día en que se rompan lo queramos o no. Ustedes pueden esperar hasta que las amarras se rompan solas, o hasta que aparezca aquel con la fuerza suficiente para desatar y pilotear el barco, pero yo les recomiendo que agarren su tablón y se larguen nadando. No les aseguro que volverán a pisar tierra firme, pero en verdad os digo...»
En este momento dos hombres y una mujer vestidos con sendas túnicas blancas se abren paso entre la multitud, amordazan al viejito, ponen una venda sobre sus ojos, amarran sus manos por la espalda y se lo llevan en una vieja carroza tirada por dos caballos. Nadie reclama. Pepito termina de cruzar el parque, entra a la panadería y pide a la dependienta cinco panes de sal y dos de dulce. Al regresar a casa su madre se da cuenta del error del niño y lo manda a la cama sin merendar para que aprenda a no ser tan despistado.
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