16.10.06

Pornópera

El alcalde sonríe nervioso en su palco. No termina de entender cómo fue que se dejó convencer para involucrar al municipio en la promoción y apoyo de este esperpento, porque ¿de qué otra manera se podría llamar a un estúpido híbrido de ópera y pornografía? Su esposa sonríe a su lado, pero su sonrisa es honesta; de hecho fue ella quien puso en contacto a su bienamado con los productores de la obra. El telón aún no sube y la gente aplaude en un intento de acelerar el comienzo. Público de lo más variado nos acompaña esta noche, desde las habituales sonrisas de las páginas sociales hasta los aspirantes a artistas que pululan por los bares "alternativos" de la ciudad. El alcalde, en su inquietud, mira el reloj más de cinco veces por minuto.

El telón se levanta dieciocho minutos después de la hora fijada en el programa. Un escenario sencillo: el decorado de una habitación, cama, ropero, tres sillas, velador con lámpara y libro de cabecera (una edición de Justine en japonés, pero esto el público no lo puede apreciar), y una alfombra cuadrada con los colores de la bandera del país en el centro. Una pareja de actores-cantantes en el escenario: el actor, bajo barítono, bordea los cuarenta años; la actriz, soprano lírica, menor de treinta. Al levantarse el telón ella está sentada en el costado derecho de la cama, llorando quedito, mientras a sus espaldas el actor nos empieza a explicar con su vozarrón su peculiar situación.

El guionista está en su respectivo palco, repartiendo su atención entre la puesta en escena y el palco del señor alcalde. Le divierte ver la incomodidad del burgomaestre y fantasea al observar la serena sonrisa de la hermosa dama que brilla a su lado. Por un capricho que ni él mismo se pudo explicar convincentemente no asistió a ninguno de los ensayos previos al estreno; tan sólo se entrevistaba una o dos veces por semana con el director escénico para discutir las modificaciones de los diálogos y los detalles de la musicalización. En realidad el guionista no sabía nada de ópera aparte de la que veía de niño en los dibujos animados de Bugs Bunny y compañía. Fue en una visita a la capital que pudo asistir a la presentación gratuita de una opereta en un parque céntrico, iniciativa de uno de los más grandes teatros del país para acercar un espectáculo tildado de elitista a la gente poco familiarizada con tales puestas escénicas.

Por aquel entonces rondaba por la cabeza del guionista la idea para un cortometraje: la historia de un tipo que no podía hacer el amor a menos que esté escuchando, a todo volumen, el himno nacional. Mientras estaba parado en medio de aquel parque, oyendo las modulaciones de voz de uno de los cantantes, se le ocurrió medio en broma medio en serio presentar aquella historia en formato de ópera porno, o "Pornópera", título vendedor como decían por ahí. Y aunque no le fue tan fácil contactar a la gente adecuada para la correspondiente adaptación del guión –que, por cierto, escribió en menos de una semana-, ahí estaba ahora, en su palco, noche de estreno, todas las entradas vendidas, algunos espacios vacíos de las personas que no pudieron aguantar más, pequeño teatro de su pequeña ciudad natal, el municipio apoyando al talento local, el alcalde en su palco queriendo ladrar de rabia, tercer y último acto, ambos actores desnudos luego de haber estado discutiendo en los dos actos precedentes, fornicando en la cama sobre el escenario, encima de las cobijas como dios manda, mientras la Orquesta Sinfónica hace retumbar al teatro entonando las sagradas notas del himno nacional. Desde su palco el guionista pudo contar a veintitrés patriotas, nueve mujeres y catorce hombres, ponerse de pie, la mano derecha en el pecho, y entonar con fervor la letra del himno.

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