Inmortal
Llegan y buscan una mesa lo más alejada de la ventana; él mueve la silla y ella agradece mentalmente el detallito. Ninguno de los dos intuye que el otro no tiene hambre, pero ahí están ahora, sentados en un restaurante haciendo sus respectivos pedidos. El mesero se llama Billy, pero eso no importa en realidad.
Ella hace dibujitos en una servilleta con la punta del cuchillo, dibujos que apenas se adivinan, casi invisibles. Al fin se ha decidido a dejar la casa de su padre y su nerviosismo es más notorio que los dibujitos de la servilleta. Se lo queda mirando y cree adivinar cariño y apoyo frente a ella, aunque su semblante se muestre un poco más serio de lo usual.
Lo único que pudo sacar de casa fue tres pantalones, dos faldas, unas siete blusas y la ropa interior que pudo abarcar en un puñado a dos manos; todo esto metido en la maleta que fue de su madre y que fue justamente la que se utilizó para llevarla en su último viaje al hospital, hace tres años ya. Ahora la maleta descansa, húmeda, en el maletero del carro de él.
Su cabello también está húmedo. Tuvo que esperar a que él llegara al punto de encuentro por más de quince minutos, parada bajo la ligera garúa que se desgranaba sobre su –ahora- antiguo barrio. Mientras corría creyó que su padre saldría a perseguirla, pero no; el viejo llegó solamente hasta el umbral de la puerta principal, con un periódico en la mano y sendos mocos que le llegaban hasta la boca por el llanto.
Todo pasó muy rápido, planificado apenas en una conversación telefónica que no sobrepasó los cinco minutos. La idea era algo antigua, pero al parecer ninguno de los dos se la había tomado del todo en serio. Ahora, mientras esperaban sus respectivos platos, no tenían ni idea de donde pasar la noche. ¿En la casa de él? Ni pensarlo.
En la sexta cucharada que el tipo se lleva de sopa a la boca, se le clava una espina en la encía, y suelta el consabido «putamadre» mirándola ahí al frente, a los ojos. Ella, toda confundida como está, se asusta, y se convence de que el insulto le fue dedicado sin saber por qué. Él ni cuenta se da de lo que está pasando por la cabeza de su noviecita, y se la queda viendo fijo, algo turbado, cabreado por la espina.
Cosa más bien rara: no hay música. El mesero estaba arrimado a la barra cunado vio que la señorita se levantaba, toda llanto, y corría hacia la puerta de salida. Estuvo tentado de salir persiguiéndola, cuando sus ojos se cruzaron con la mirada ida, alelada del tipo que se quedó sentado en la mesa, frente a dos platos de sopa casi llenos. No entendió nada, lo cual no era extraño en realidad, y se quedó donde estaba.
Una vez afuera se sentó en la vereda; no tenía fuerzas para nada, menos que todo para seguir corriendo, huyendo. Hipaba. En eso vio una rata caminando por el filo de la acera; una rata con una cola bien cortita, como si algo o alguien se la hubiese cortado. La rata iba lenta, sin cojear, sin apuro, olisqueando los papeles acumulados en la calle, junto a la acera. En su cabeza (no en la del animalito) anidó la idea de que aquella rata era inmortal, y que el camino que ha recorrido para pasar por ahí, a su lado, ha sido infinito.
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