15.8.05

22:18

Son las 10 y 18 minutos de la noche. En treinta minutos Satanás vendrá por mí y recién consigo un papel donde escribir esto. El miedo se fue ya hace un rato, o se metamorfoseó en otra cosa, o se adormeció con una canción repetida hasta el cansancio, no estoy seguro en realidad. ¿Qué sentido tiene sentir miedo si todo está escrito ya? No puedo huir, sería lo más estúpido de mi parte; sería como tratar de escapar montado en un tren sabiendo que mi perseguidor está en el vagón de atrás. Todo está dicho ya, o casi todo: sólo me queda contar un trozo de mi historia en este papel.

¿Que para qué escribo esto? Para que aquel que se digne a escucharme no cometa mis mismos errores; aunque no me lo creo del todo: cada quien experimenta a su tiempo, en su propio cuerpo, en su propia vida: aprender de los errores de los demás es una falacia, los errores son personales e intransferibles; lo que a mi no me ha funcionado no significa que no le pueda funcionar a nadie más. Luego, ¿para qué escribo esto? ¿para qué escribo? Sería más bien para no ser olvidado tan rápidamente; esa sería una respuesta más honesta.

La culpa me pesa, no tanto como a Raskolnikov, pero me pesa. Será tal vez porque no maté a ninguna vieja, no lo sé. Mi caso es más sencillo: terminar un libro, mi opera prima. Cuando lo empecé las palabras fluían solas, las ideas se iban concatenando unas con otras sin mayores fricciones, tenía en mi mente el final perfecto brillando con un fulgor exquisito, pero un día el brillo se apagó. Así, de golpe. A partir de entonces no podía hilar más de cinco palabras juntas y todo se fue a la mierda.

Justo después de una semana (fue un jueves, lo recuerdo perfectamente) Él se sentó a mi mesa mientras comía en el chifa de la esquina. No necesitamos ninguna presentación, no cruzamos ninguna palabra mientras permanecimos sentados en la mesa; ambos sabíamos quién era el otro y eso bastaba. Ya parados en la vereda, mientras me extendía un fósforo encendido para prender mi cigarrillo, me dijo que no necesitaba más que una noche para terminar mi libro; creo que también mencionó las bondades de la “muerte” de un escritor para la promoción de sus obras, pero no lo recuerdo con exactitud, a lo mejor era que yo ya estaba pensando en las ventajas del inevitable pacto. Inevitable a lo mejor no sea la palabra más indicada, porque la decisión de aceptar o rechazar la propuesta estuvo siempre en mis manos, pero su convicción era tal que una negativa no era de hecho una opción.

No hubo un acto simbólico del pacto sellado, ni siquiera un apretón de manos. Simplemente lo leyó en mi mirada y se marchó. En ese momento supe que hoy por la mañana encontraría el borrador del libro terminado en mi escritorio y que lo único que me quedaba por hacer era dejar por escrito un par de indicaciones a mi hermano para que se haga cargo de la publicación. No he hablado con él, claro, no es cuestión de preocuparlo por adelantado; encontrará las indicaciones junto a este papel mañana en su infaltable visita de los sábados por la mañana.

Mientras cenaba hace unas horas me he acordado de Cantuña, de la leyenda de Cantuña, y me ha arrancado un par de sonrisas. ¿Cómo pretenden que me crea que un indiecito, por más avispado que sea, haya engañado a Satanás? Anda a engañarla a la puta de tu madre Cantuñita. Me late que me lo encontraré más tarde y me le cagaré de risa en la cara, por avispado. En esto no hay engaños, sólo una tentación que no se pudo resistir. Y Diana Krall ha estado cantando Temptation una y otra y otra vez en estas últimas horas de espera.

Al fin, alguien toca el timbre.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal