27.11.06

Pordiosero

El mendigo acaba de llegar a la pequeña ciudad por la mañana, y a estas alturas más le interesan las similitudes entre ciudad y ciudad que sus respectivas diferencias. No le fue difícil adivinar el rumbo que tenía que tomar para ir caminando de la terminal de buses hasta la plaza central, sin tener que preguntar direcciones a nadie. En todo caso una diferencia que no puede dejar de notar ahora que camina por todos lados es que en las ciudades pequeñas, en los pueblitos, más gente regresa a verlo mientras pasa.

Sentado en una banca de la plaza central mira detenidamente un árbol, su corteza, sus hojas temblorosas, sus ramas. Hace mucho plantó un árbol en otra ciudad, en otro país. Quisiera creer que el árbol que tiene ahora al frente es suyo, el que él plantó, su árbol, como si los árboles pudieran tener dueños. Le dan ganas de destrozar ese árbol, hacerlo añicos, quemar las hojas, triturar la madera, mascarla y que su sangre se junte a la savia, escupirlo, bendecirlo, bautizarlo, como si los árboles pudieran tener nombre. Tiene hambre, se dirige a la puerta de la iglesia a probar suerte.

Una señorita joven ha llegado a la iglesia, no tiene más de veintidós años ni más de tres dólares con ella. El mendigo estira la mano, ya ni siquiera siente necesidad de abrir la boca. La joven le espeta un «pordiosero» de la manera más despectiva posible, vira la cara y entra agarrando un poco más fuerte su bolso. Él baja la mano, y por vez primera se da cuenta de la etimología de pordiosero, por-dios-ero, por dios, por el amor de dios, y sonríe, pero en verdad quisiera llorar. Empieza a darle vueltas a la palabrita en su cabeza, ¿por qué dios?, ¿por qué ahora?, ¿por qué ella?, tan bonita ella. Vuelve a la banca de la plaza central y espera a que salga. Minutos después sale. La sigue con disimulo, recién a las cinco cuadras ella se da cuenta de que la sigue, de que él la sigue, y se para en medio de la acera. El bolso cuelga tranquilo de su hombro.

Él pasa por su lado y camina aún siete pasos antes de detenerse y darse la vuelta. Los dos se quedan viendo. Primera vez que ella ve sus ojos, unos ojos extraños, no los de un mendigo cualquiera de pueblo pequeño. Él empieza a acercarse y ella camina hacia atrás por impulso, aunque en realidad no quiere caminar para atrás. Vuelve a extender el brazo y está tan cerca que casi roza su seno izquierdo. Los pocos caminantes de esa calle regresan a verlos y aceleran el paso, nadie hace nada, nadie dice nada. Ella se detiene del todo y toma la mano del mendigo entre sus manos. No hay necesidad de hacernos daño, no hay necesidad, la necesidad, ¿de qué hay necesidad entonces? Él libera su mano y el bolso cae a la acera. Ninguno de ellos hace el menor ademán de querer recogerlo. Vuelven a mirarse a los ojos. Él quisiera arrancarle los ojos, masticarlos, saborearlos, por dios, ¿qué necesidad tiene ella de mirarlo? La abofetea y a ella se le escapa una lágrima, él patea el bolso que va a parar a la mitad de la calle. Se aleja de ahí, necesita abrazar a un árbol, luego verá si encuentra algo de comer.

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