25.8.05

Plagio: Escepticismo

No nos engañemos: todos los grandes espíritus son escépticos. Zaratustra lo es. La fortaleza y la libertad que emana de la fuerza y de la superabundancia de energía espiritual se prueban mediante el escepticismo. Las valoraciones positivas y negativas de los hombres que tienen convicciones arraigadas han de ser puestas entre paréntesis. Las convicciones son cárceles. Tales hombres no ven lo bastante lejos, no ven lo que hay debajo de ellos, y para poder hacer valoraciones positivas y negativas hay que ver quinientas convicciones debajo de uno y detrás de uno. Un espíritu que ansía grandes cosas y que también quiere los medios necesarios para alcanzarlas, ha de ser forzosamente un escéptico. El estar libre de convicciones de todo tipo y el poder mirar con libertad forman parte de la fortaleza. La gran pasión, que constituye la base y la potencia de nuestro ser, que es más clarividente y despótico incluso que el intelecto humano, pone a éste enteramente a su servicio; aleja de él cualquier escrúpulo; hasta le da valor para utilizar medios no santos, y, en determinadas circunstancias, le permite tener convicciones. Éstas son un medio para algo y hay muchas cosas que no se logran más que por medio de convicciones. Esa gran pasión hace uso, pues, de convicciones y las consume, pero no se somete a ellas, porque se sabe soberana. La debilidad, por el contrario, necesita fe, necesita ser incondicional en sus afirmaciones y en sus negaciones, necesita sustentar una teoría como la de Carlyle.

El hombre de fe, el «creyente» de cualquier tipo, es, forzosamente, un hombre dependiente, alguien que no puede autoconsiderarse como un fin en sí mismo, que no puede fijarse fines por sí mismo. El «creyente» no se pertenece, no puede ser más que un medio, ha de ser consumido; necesita que alguien le consuma. Su instinto le hace situar en un lugar de honor una moral basada en salirse fuera de sí mismo. Todo le persuade a ello: su inteligencia, su experiencia, su vanidad. En esencia todo tipo de fe es una manifestación de un salir fuera de sí mismo, de un extrañamiento de la individualidad propia.

Comprenderemos muy bien lo que es la convicción, la «fe», si tenemos en cuenta lo necesario que es para la mayoría de los hombres tener un regulador que les vincule y les mantenga a raya desde fuera; si consideramos en qué medida la coacción -y en un sentido más elevado la esclavitud- constituye la condición única y definitiva que permite prosperar al hombre débil de voluntad, y principalmente a la mujer. La «fe» representa, así, la columna vertebral de todo hombre que tiene una convicción. Para que este tipo de hombres subsista, necesita no ver muchas cosas, no ser imparcial en nada, tomar siempre partido con todo su ser, tener una visión rígida y necesaria de todos los valores. Precisamente por eso la «fe» es la antítesis de la verdad, y el hombre de convicciones, el antagonista del hombre veraz.

El creyente no dispone de la libertad necesaria para tener conciencia del auténtico problema de lo «verdadero» y lo «falso». Ser honrado en esta cuestión le perdería. El condicionamiento patológico de su óptica convierte al convencido en un fanático -Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, SaintSimón-, en la antítesis del espíritu fuerte, que ha logrado ser libre. Pero el problema es que los gestos ampulosos y afectados de esos espíritus enfermos, de esos epilépticos de la idea, influyen en la gran masa. Los fanáticos resultan pintorescos y la gente prefiere contemplar gestos a escuchar razones.

Friedrich Nietzsche, El anticristo

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