18.12.06

Parto

Jorge Rolando dio a luz un martes minutos antes de las 6 de la mañana; fue una hermosa nenita a la que pusieron por nombre Adela Carolina, en honor a sus abuelas tanto paterna como materna. Christina estuvo con su esposo durante el parto, y al ver el vientre abierto de su amado sintió una mezcla de asco y ternura infinita; se prometió no llorar y no lloró; se limitó a apretar la mano de Jorge Rolando durante toda la intervención. Minutos más tarde se encontró en el pasillo con sus suegros mientras a la nena unas enfermeras la limpiaban y esas cosas. La verdad es que ella nunca se llevó muy bien que digamos con sus suegros; una hostilidad silenciosa como con espinas se tendía entre ellos, y cada cruce de palabras dejaba raspones en Christina; nada grave, pero igual jodía. Deseó que su padre estuviera ahí con ella y no en viaje de negocios, los putos viajes de negocios siempre inoportunos; pero bueno, ya estaba grandecita y a punta de una cordialidad cortante había aprendido a convivir con sus suegritos. La abrazaron y la felicitaron, no podría ser de otra manera; era una nueva mamá y esas cosas no pasan todos los días. Le preguntaron si su Jorgito había sufrido mucho durante el parto y ella sin pensárselo mucho les dijo que lo normal, que habrá que esperar hasta que se desentumezca de la anestesia para preguntarle a él mismo qué sintió mientras daba a luz. El padre de Jorgito enarcó las cejas a la vieja usanza y trató a las dos mujeres de insensibles, claro, como ellas no son las que tienen que cargar con la criatura adentro todo el embarazo, argumentos trillados donde los haya. ¿Y si los mato?, pensó Christina. Ella misma nunca conoció a ninguno de sus abuelos y no le hicieron falta en absoluto; la pequeña Adela Carolina se quedaría con un solo abuelo, más que suficiente; incluso el dinerito extra de la herencia no les caería nada mal. El único problema a la larga sería su propio cargo de conciencia, pero una amiga suya siempre estaba alabando a su psicólogo de confianza, así que soluciones habían; si no esa, otras. No era tan difícil tampoco el asunto: escondería un oso panda en el baño de sus suegros y luego ella misma se encargaría de atascar la puerta de la habitación para que no puedan escapar; ¿quién iba a sospechar de ella? Los miró con lástima, viejos patéticos. Sirvió tres copas de vino y juntos brindaron por la bendición encarnada en el pequeñito cuerpo de Adela Carolina. Jorge Rolando despertó una hora después con ganas de vomitar y pidió ver a la niña, aunque algo dentro de él repudiaba la idea del lazo que ahora lo unía a su hija; cuando la tuvo entre sus brazos empezó a llorar como un niño pequeño.

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