29.5.06

Taxi

A las cinco y cuarenta y cuatro de la tarde, en la esquina más cercana a su casa, Susana detiene un taxi. Confirma la hora en su reloj antes de subirse. Se sienta en el asiento de atrás, diagonal al conductor. La ventanilla de su lado está cerrada. Le da una dirección al taxista, y el carro arranca.

Pues bien, si se tratase de Susana I, el maquillaje alrededor de sus ojos estaría corrido por las lágrimas que torpemente se secó antes de salir de casa. Si, en cambio, se tratase de Susana II, sus ojos carecerían de humedad y su vista iría fija en el espejo retrovisor sin prestar realmente atención a lo que este refleja. Susana va, vestida de negro, camino a la misa en honor del deceso de su amante. Susana I hubiese recibido la noticia de la muerte telefónicamente por medio de su mejor amiga, la esposa del finadito. Susana II lo habría matado ella misma, cuidadosamente, de manera que nunca nadie sospeche que ella estuvo involucrada. El taxista, manipulando el dial del radio, encuentra “Ojalá” de Silvio Rodríguez y le sube dos puntos de volumen a su equipo. Susana I sacaría un pañuelo de su cartera y se taparía la nariz y la boca, intentando retener el llanto al recordar que su amante puso un disco de Silvio la noche que, por primera vez, un poco ebrios, hicieron el amor. Por otro lado, Susana II esbozaría una media sonrisa recordando todas las canciones, a su antojo cursis, que su ex amante insistía en dedicarle. Detenido en un semáforo en rojo, el conductor empieza a hablarle a su clienta de sus pronósticos con respecto a la selección local en vista de la proximidad del mundial de fútbol. Susana I asentiría mecánicamente y respondería con monosílabos a las preguntas de su interlocutor, sin prestar realmente atención a lo que este le está diciendo. Susana II, a la primera pregunta, le diría que no le interesa en absoluto el fútbol y, comedidamente, le pediría que respete su silencio y que no le vuelva a dirigir la palabra. La luz del día empieza a declinar, y algunas nubes van tomando un tinte rojizo allá arriba. Susana II sentiría una extraña excitación poco antes de llegar a su destino, por lo que empezaría a apretar sus piernas y a contraer sus músculos vaginales mientras sigue con la vista fija en el espejo retrovisor; Susana I, en caso de enterarse, encontraría esta actitud reprochable desde cualquier punto de vista.

A las cinco y cincuenta y dos, el taxi se estaciona junto a la acera de la iglesia. Susana confirma la hora en su reloj y desliza los dedos de su mano derecha por su cabello antes de bajarse. Le paga al taxista por la ventanilla abierta del lado del copiloto y, colgándose el negro bolso en su hombro izquierdo, encamina sus pasos hacia la iglesia.

16.5.06

Entierro

El entierro de mi hijo, al contrario de lo que esperaba, estuvo más bien aburrido. Desde que nació, sabía que mi hijo iba a morir antes que yo, y una y mil veces me la pasé imaginando cómo sería su entierro: la realidad estuvo totalmente alejada de lo que vislumbré en mis fantasías. Juro solemnemente no volver a asistir a ningún entierro, ni siquiera al futuro entierro de mis padres (porque ellos morirán antes que yo: simplemente lo sé); prefiero quedarme en casa haciéndome la paja y con una cerveza al alcance de la mano. Si he de ser sincero, por ratos hasta lo extraño.

2.5.06

Diosa

Cuenta la leyenda que en una gruta del monte Neutos, en la ladera sur, vivía (a falta de un verbo más preciso) la imbele Nimbodia. Se dice que se internó en su gruta el momento en que la primera persona puso un pie sobre la isla, y que nunca más volvió a salir. La gente del lugar nunca la había visto, ya que la entrada a la gruta era visible desde la falda del monte, pero imposible de localizar una vez que los curiosos comenzaban la ascensión. Aún así todos sabían que ella estaba ahí, escondida sin esconderse, y cada quien tenía una imagen diferente y personal de su rostro innombrable.

Nimbodia deambulaba desnuda por su refugio, escuchando todas y cada una de las voces de la isla, entendiendo y guardando cada palabra que salía de los labios de sus vecinos, sin nunca juzgarlos. Ella sonreía casi todo el tiempo, con las buenas y con las malas noticias; se regodeaba tanto con las alegrías como con las desgracias de los isleños y estimaba lo mismo al embaucador que al bondadoso. A veces lloraba, claro, pero su llanto era arbitrario, mas no caprichoso.

Los ojos de Nimbodia regulaban la luz en la isla: cuando los cerraba caía la noche (nunca viceversa) y cada parpadeo era un eclipse: tampoco era que parpadeaba muy seguido. Cada vez que lloraba la lluvia se desgajaba sobre la isla, y cuando bostezaba las nubes se concentraban sobre el monte Neutos y de a poco se iban desplazando hacia el horizonte.

Se dice que una noche Nimbodia empezó a reírse estrepitosamente, tan fuerte que los cimientos del monte empezaron primero a temblar y luego a desmoronarse, pero con una cadencia tal que parecía que Neutos no se hundía, sino más bien que se agachaba lentamente. Al otro día los vecinos del lugar, atónitos, encontraron un lago donde antes se levantaba el monte que cobijaba a la diosa. Nadie supo nunca que fue lo que le causó tanta gracia a la imbele Nimbodia.


Los isleños suelen elevar plegarias a la diosa Nimbodia, aunque tienen claro de antemano que ella no hará nada a favor de sus intereses. Se cree que quien se ahoga en al lago Neutos, ubicado en el centro de la isla de Lebaniac, puede ver, como en una visión, el rostro de Nimbodia justo antes de morir, pero nadie lo ha confirmado hasta la presente fecha.