29.9.05

Plagio: Virginidad

-Cuando una mujer me dice “Soy virgen”, pienso: ¡Es una farsante! Pero cuando me lo dice un hombre, pienso: ¡Es sincero! Siempre he creído que la virginidad es una facultad exclusivamente masculina...

-¿Usted cree eso?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Porque el cetro del sexo masculino continúa en manos femeninas desde Eva. La mujer es la dictadora del sexo; la tirana del sexo; la emperatriz, la reina absoluta. Todo problema sexual lo plantea o lo resuelve, lo enmaraña o lo simplifica por sí sola la mujer: el hombre –a lo sumo- escribe las cifras y las fórmulas en el encerado; pero es siempre la mujer quien las piensa, las calcula, las combina y las dicta. Por eso, fíjese usted bien: por eso la mujer pierde su virginidad en el amor cuando quiere, mientras que el hombre la pierde cuando puede. ¿Adivina usted la consecuencia de este axioma?

Campsa era todo ojos y oídos.

-Se lo aclararé más. Para dejar de ser virgen, a la mujer le basta con querer, o lo que es lo mismo, con entregarse. Y el hombre, para dejar de ser virgen, tiene que poder, o lo que es igual, tiene que conquistar. Ahora bien: ¿qué es más difícil? ¿Conquistar o rendirse, tomar al asalto una ciudad defendida o abrir sus puertas al invasor?

-Es más difícil tomarla al asalto –aseguró firmemente Campsa, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que asaltar ciudades.

-Y ahora ¿ve la consecuencia?

-Sí: que –contra lo que opina todo el mundo- los vírgenes en el amor somos los hombres, y no las mujeres.

-Exactamente. Porque la virginidad en el amor del hombre siempre es forzosa, mientras que la de la mujer es voluntaria.

-¡Claro, claro! Diga usted, señor Valdivia, y resultando evidente que los vírgenes en el amor somos los hombres y no las mujeres, ¿a qué achaca usted que todo el mundo crea y sostenga lo contrario?

-A la hipocresía ambiente; a las mentiras seculares; a la absurda idea del sexo que se transmite de padres a hijos, y en virtud de la cual infinidad de mujeres, que no son vírgenes, aseguran serlo, mientras que otra infinidad de hombres, que lo son, afirman no serlo en absoluto.


Enrique Jardiel Poncela, Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?

26.9.05

¿Dudar?, quizás

El fin del mundo no llegará antes de mi muerte, suponiendo a priori que no se fue ya todo a la mierda y no estoy deambulando en el sueño de un inmortal.

Uno nace, ¿qué pasó antes? ¿sin embargo se movía? ¿en serio? Así lo aseguran los escritos utilizando estas mismas letras (estas y otras, claro), pero no me consta, aunque se me tache de pretencioso por envolver en dudas la versión oficial® de los hechos. Tachar de pretencioso: más letras. ¿De qué me tacharán si alego que en mi opinión es más real un dolor de encías (no de muelas, de encías, pero esa es otra historia) que Waterloo y Yaguarcocha juntos? Tampoco se trata de negar tajantemente los cuentos contados, ni el trago de cicuta ni la fiesta donde dicen haberse conocido mis progenitores, pero tampoco se me puede pedir que acepte tan dócilmente la versión oficial®. No es mi intención fomentar la duda; es más, no encuentro tan abominable la idea de la existencia de dos o más memorias dentro de un mismo individuo; bueno, tal vez memorias no sea la palabra indicada; el punto es que bien puedo dar mi opinión de la traición de Judas y al mismo tiempo dudar del beso o de los treinta dineros o de la mismísima existencia de los implicados en la felonía.

Lo poco que sabía en mi infancia era concreto e innegable; ahora como sea se vive. Para qué no lo sé, pero a lo mejor por ahí cae una respuesta temporal.

Uno es inmortal hasta que se demuestre lo contrario. Lo que no se sabe es que tan lícito es soñar a tipos dubitativos.

22.9.05

Leo

En un bus de la Samanes (línea 143, disco 68) encontramos con una amiga, escrito en el respaldo de uno de los asientos, un mensaje que decía: “soy Leonardo, llamame al 095055887”, escrito con corrector líquido (liquid paper). Por joder anotamos el número y nos pusimos a barajar las posibilidades: podía ser que no haya sido el mismo Leonardo quien enviaba el desesperado grito de falta de atención sino más bien una joda de sus amigos, podía ser la venganza de un/a amante insatisfecho/a de don Leo, podía ser que Leonardo trate de hacerse el machito y el seductor para camuflar sus inseguridades, o a la final a lo mejor ni siquiera el número estuviese asignado a cliente alguno y el mensaje haya sido puesto por algún desocupado. De divagación en divagación nos cagamos de la risa y nunca marcamos el dichoso número.

No sé cuántos de ustedes se enteraron que anoche hubo un problema con la línea de Movistar, por lo que se podían hacer llamadas sin costo alguno a cualquier teléfono, incluso llamadas internacionales aunque el saldo del usuario llamador haya sido nulo. Coincidencialmente anoche estaba en el bar de mi amiga antes mencionada y nos pusimos a hacer unas llamadas libres de cargo. Revisando la lista de teléfonos del celular de ella nos encontramos con el teléfono de Leo, y nos animamos a llamarlo para salir de la duda. La siguiente trascripción de dicho diálogo no es estrictamente fiel a la original, ya que fue mi amiga quien llamó; sabrán disculpar las omisiones:

-¿Aló?

-Hola, disculpa, ¿este teléfono es de Leonardo?

-No, es mío; Leonardo es mi enamorado. ¿Quién es?

-Mira, enamorada de Leo: hace un par de semanas me encontré este número de teléfono escrito con liquid paper en el respaldo del asiento de un bus, y me quedé con la pica de indagar las razones que lo llevan a un hombre a dejar regado su número telefónico pidiendo que lo llamen.

-¡¿Que este imbécil hizo qué?!

-A mí en realidad me parece muy interesante la compleja red psico-sociológica que lo empujó a nuestro Leonardito a intentar salir de su vacío existencial en pos de una afirmación individualista producto del contacto azaroso con cualquier extraño que se digne comunicarse con él.

-¿Qué mierdas estás hablando, ¡zorra!? Ahora verá este enano hijueputa cuando lo agarre.

-Jmmm... no creo que Leonardo se ponga muy feliz cuando se entere que tiene por enamorada a una mujer insegura de sí misma que prefiere arreglar con insultos sus conflictos de comunicación en lugar de razonar una salida viable para ambos.

-¡Púdrete, asquerosa!.

En este momento, claro, la niña al otro lado de la línea colgó. Con mi amiga nos sentamos a conversar en la barra, conjeturando qué rumbo tomará en el futuro la relación de Leo. Chocamos nuestras jarras de cerveza a su salud, era lo menos que podíamos hacer.

19.9.05

Fantasmas

No puedo decir que no creo en fantasmas por el simple hecho de no haber interactuado con uno hasta la presente fecha.

Según mi diccionario, un fantasma es una visión quimérica que alguien cree ver, despierto o dormido. Según Stephen Dedalus, que es lo mismo que decir según Joyce, un fantasma es un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.

Según la primera definición, sí, he visto fantasmas, fugazmente. Mi recuerdo más temprano de aquello es de una vez (tendría unos cuatro años quizá) en que llegué a casa y al pasar por la sala lo vi a mi hermano el mayor leyendo sentado junto a alguien que no llegué a reconocer pero que no le presté mayor atención porque el inodoro reclamaba mi presencia; al salir del baño, en paz y armonía con el cosmos, fui a la sala y mi hermano seguía leyendo, sólo. No le hice ningún comentario.

Después de mi temprano avistamiento han habido otros, esporádicos, separados por años los unos de otros. No puedo explicarme una razón lógica y no me importa. No me atemorizan, no exaltan mi curiosidad; simplemente pasan por ahí, sin hacerme daño, absortos en sí mismos. Los recuerdo casi con cariño cuando alguien me cuenta sus propias experiencias inexplicables o cuando leo algún relato de literatura fantástica, que por cierto es uno de mis géneros favoritos.

Cortázar dice que los únicos que creen verdaderamente en los fantasmas son los fantasmas mismos, basándose en el siguiente diálogo concebido por George Loring Frost en su Memorabilia:

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no –respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí –dijo el primero y despareció.

15.9.05

Camino

Según el gato de Cheshire no importa el camino que tome uno si al final lo único que se quiere es llegar a alguna parte y así nos va que somos tan inconformes creyendo que siempre habrá algo mejor que la trinchera que temporalmente nos sirve de refugio por lo que se camina y camina creyendo a priori que vamos dejando huellas por donde pasamos sin tomarnos la molestia siquiera de regresar a ver si dichas huellas tienen forma de zapatos o son sólo un poco de líneas marrones de toda la mierda que nos vamos limpiando en el camino.

12.9.05

Pelotas

No soy una persona aficionada a los deportes; de todas maneras, siempre he preferido practicarlos que sentarme frente a un televisor para ver a otras personas compitiendo entre ellos o abrir un periódico con ansias de enterarme los resultados de cualquier competencia deportiva. De esto último se desprende que las pocas veces que compro el diario en la semana descarto por adelantado la sección deportiva.

Ayer, sin embargo, no pudo dejar de llamarme la atención un titular en dicha sección: El balón le ganó a cuerpos desnudos. En la crónica, una redactora relata cómo se vivió el último partido de la selección de fútbol del país en un cabaré (yo los conocía como night clubs, pero es lo mismo) de la ciudad.

Un hombre sentado. El hombre pagó diez dólares, aparte de lo que gasta en el consumo de lo que sea que esté bebiendo, para estar sentado donde está sentado. El hombre, a su izquierda, tiene un televisor encendido donde se transmiten las imágenes de una cancha con 25 tipos en paños menores, de los cuales 21 corren detrás de una pelota. El hombre, a su derecha, tiene a una espectacular bailarina, no detrás de una pantalla sino ahí, presente, encarnada, con menos ropa aún que los jugadores y con una marcada tendencia a la desnudez.


No sé qué piensan ustedes, pero si dicho hombre mantiene su vista hacia su izquierda yo sospecharía una cierta degradación de la naturaleza humana y una grave ofensa contra Eros y Baco, divinidades protectoras del local en cuestión. Claro, en este punto se debe considerar toda eso del libre albedrío y asuntos relacionados. Por mi parte encuentro más placentero jugar con las damas o comerme una reina.

8.9.05

Un huevo

Hace tres años aproximadamente, mientras viajaba de Quito a Guayaquil, vía terrestre, sucedió una cosa muy curiosa. Mi asiento daba a la ventana, al final del pasillo izquierdo del bus; a mi lado viajaba una señora que, al ojo, bien podría haber tenido unos 70 años de edad; dicha señora se quedó dormida ni bien salimos del terminal quiteño y me tocó despertarla cuando arribamos a Guayaquil. En el asiento de adelante, junto a la ventana, iba una señora que era idéntica a mi vecina de viaje, parecían gemelas, por lo que me extrañó que no hayan subido juntas y no se hayan saludado ni mostrado ninguna señal de reconocerse; al lado del pasillo iba un joven, que se yo, de unos 25 años, todo vestido de negro y con una cinta blanca al cuello que indicaba que era sacerdote o algo por el estilo (no estoy muy familiarizado con las jerarquías católicas y sus atuendos simbólicos).

Salimos de Quito a las 10 de la noche y arribamos a Guayaquil un poco pasadas las 6 de la mañana. Vine despierto casi todo el viaje, escuchando contra mi voluntad un único disco de vallenatos que se repetía una y otra vez. Las dos últimas horas de viaje caí en un estado de duermevela, pero no me dormí del todo. Casi una hora antes de llegar a nuestro destino escuché un ruido, y al percatarme vi un cartón en el pasillo del bus del que salía un líquido medio amarillento; todo indicaba que se había caído de los estantes superiores donde generalmente la gente pone su equipaje de mano. Todos a mi alrededor estaban dormidos y nadie daba muestras de haberse dado cuenta de todo esto; por mi parte no me animé a despertar a mi anciana compañera para levantar el cartón, así que no le presté más atención.

Al pasar por Durán (es decir unos 15 o veinte minutos antes de arribar a Guayaquil) la gente se fue despertando; los que estaban en la parte de atrás del bus vieron el cartón tirado en el piso, pero nadie lo movía; incluso algunos de los que iban adelante regresaban a ver: típica curiosidad. Los dos del asiento de adelante seguían dormidos. Al estacionarse el bus en su andén respectivo del terminal desperté a mi vecina, y al momento de despertar ella se despertó también su “gemela” que iba delante de nosotros. El chulío (auxiliar del conductor, acomodador de a bordo) en ese momento se acercó a donde estábamos y empujó el cartón hacia el fondo del pasillo; el líquido amarillo seguía saliendo del cartón. El sacerdote, pese a que la gemela de mi vecina y el chulío (que luego me enteraría se llamaba Julio) le zarandeaban los brazos, no despertó.

Al parecer el cartón le había caído en la cabeza y lo había noqueado. Con Julio abrimos el cartón y vimos que estaba lleno de huevos: unos treinta aproximadamente, todos rotos menos uno. Julio limpió el huevo intacto con un pañuelo y lo guardó en un bolsillo de su chompa. Después de la inspección del cartón me percaté que la gemela de mi vecina, pese a encontrarse del lado de la ventana y con el sacerdote noqueado obstruyéndole el paso hacia el pasillo, ya no estaba. Con Julio bajamos al sacerdote junto a un pequeño maletín que llevaba entre sus piernas, y en un taxi lo llevamos al hospital Luis Vernaza. No teníamos mayores datos que proporcionarle a la enfermera que nos recibió, así que después de describirle lo que creíamos que había pasado le dimos nuestros nombres y números telefónicos. Me despedí de Julio, y esa fue la última vez que lo vi en mi vida.

Toda esta historia la había relegado al olvido hace mucho tiempo. Hace tres días recibí una llamada, diez minutos antes de la media noche. Era la voz de un hombre, se identificó como Nicanor Tiberio y me dijo que era el sacerdote que llevé al hospital hace tres años. Le habían dado mi nombre y mi teléfono y me llamaba a agradecer. Su voz era pausada, lenta, cansada, pero continua. Me refirió que en aquel remoto viaje él recién había salido del seminario y venía a Guayaquil a trabajar en su primera parroquia, por la Atarazana según le entendí. Me refirió que todo este tiempo había estado en coma y que hace una semana, contra todo pronóstico, había despertado. Me refirió que hace dos días se había entrevistado con Julio y que ahora tenía al único huevo sobreviviente en su poder. Me refirió que después de haber visto y sentido todo lo que vio y sintió (esas fueron sus palabras) mientras estaba en coma no podía predicar a favor de un Dios luminoso y benévolo que exluya de sí mismo lo que nosotros conocemos como maldad. Luego, cortó la comunicación.

5.9.05

Últimas palabras

Las últimas palabras de Kierkegaard fueron “sweep me up”. Él mismo había dicho anteriormente (claro que antes, no se puede decir nada después de las últimas palabras) que comúnmente las últimas palabras de un hombre son especialmente significantes y memorables.

Todo el mundo -con excepción de los mudos de nacimiento o los infantes que mueren antes de enterarse que hay una cosa llamada lenguaje- ha dicho o dirá sus últimas palabras; pero la regla de Kierkegaard sobre la trascendencia de este último esbozo de comunicación no es universal.

La mayoría de personas pasan sus últimos minutos con pocas personas a su alrededor, por lo que rara vez se tiene un delegado del todo confiable que transmita a los demás las últimas palabras del difunto; es más, hasta la misma frase de Kierkegaard tiene su margen de credibilidad.


No tengo oráculo alguno que vaticine las condiciones de mi futura muerte (en el supuesto caso de que llegue a morir; una vez leí que uno es inmortal hasta que se demuestre lo contrario, pero ese es otro tema), por lo que no sé si mis últimos minutos estaré sólo o acompañado; ni sé, en el supuesto caso de estar acompañado, si las personas a mi alrededor sobrevivirán luego de mi muerte (considerando un accidente aéreo por ejemplo). Suponiendo que alguien que me sobreviva recoja mis últimas palabras, creo que las plagiaría de Tom Waits para que esta persona se las transmita a los demás: “God is away on business”.

1.9.05

Censura

La censura es un dictamen hecho sobre la exposición de ideas para determinar si se ajustan o no a las normas establecidas por un grupo. Por lo general, la censura implica una prohibición: entre prohibir exponer algo que difiera con los ideales de un grupo imperante y prohibir pensar de manera contraria a dicho grupo imperante hay un paso, o a lo mucho dos.

La censura implica poder. Los de arriba no piden permiso a los de abajo para hacer lo que sea que hagan, pero son quienes distribuyen autorizaciones. Los portavoces de los de arriba proclaman que la censura es por nuestro propio bien; ellos se arriesgan a probar todo lo nocivo para luego venir y decirnos qué podemos probar por nosotros mismos y qué no. El conocimiento es su patrimonio, no el nuestro.

No es mi interés tampoco escribir un texto amargado, porque, después de todo, la censura empieza con uno mismo. Al final soy yo quien decide lo que los demás pueden saber de mí, a menos que alguien ponga a un detective que recoja mis pasos. El asunto es un poco más complejo que una simple queja, pero me parece bueno ir titubeando sobre el tema para así ir formando algo parecido a un concepto.