30.1.06

Barman

Detrás de la barra el barman está triste... pobrecito. Él, acostumbrado a escuchar las penurias y desventuras de la regular clientela del bar, ahora no sabe a quién confiarle su triste historia. ¿Que qué le pasó para que esté así de apesadumbrado? Ni idea; ni siquiera yo que soy el narrador me he enterado aún: así de reacio a compartir su secreto está. Pero bueno, a lo mejor... ¡ya sé!, se lo iré a preguntar a su enamorada. Me termino esta cerveza y la llamo.

Ni saben: se han separado hace tres semanas. La llamé al celular y me dijo que en estas semanas ha estado viviendo en el departamento de una prima, una chica de otra provincia que vino a estudiar acá la universidad. La ex del barman me dio la dirección y me pidió que la vaya a ver, y que si en el camino podía pasar viendo una botellita de vino me lo agradecería. Llevé dos botellas, y vaya que me lo agradeció.

A lo que llegué al departamento las encontré a las primitas, empijamadas, cruzándose un porrito. Lindota la prima. Para cuando se acabó la primera botella me enteré de que el gil del barman la golpeaba a su ex cada vez que se emborrachaba. Para cuando se acabó la segunda, los tres estábamos desnudos. Vamos, que la una no era Juliette Binoche ni la otra era Chloë Sevigny, pero en general el ménage à trois fue uno de los mejores en los que he participado... ¿mencioné ya que era recién mi primer trío?; sí, creo que ya lo había mencionado.

De regreso en el bar. Le volví a inquirir al barman por los motivos de su desdicha, y nada: no afloja. Le conté luego lo que acababa de acontecer, sin escatimar detalles, y claro, no me creyó y se fue a seguir atendiendo los pedidos. Dijo que el trago se me estaba subiendo a la cabeza, pero no: estaba algo mareado, pero no tanto; apenas probé un poquito de las dos botellas: las primitas fueron las que más tomaron. Pero bueno, a pesar de no creerme su actitud está algo diferente.

Quedan sólo dos clientes y los meseros. El barman ya no tiene el aspecto apesadumbrado de hace unas horas; ahora está como inquieto. Me pide que lo espere en la puerta; que quiere conversar conmigo. Claro, por qué no. Le pregunto si puedo salir con mi jarro de cerveza: me pasa dos botellas llenas, destapadas. ¡Alegría alegría! Salgo con mis dos botellas y empiezo a caminar y caminar sin mirar atrás. ¿Que te espere? Que te espere la puta que te parió, gil. A esta hora ya debe estar abierta alguna cevichería; luego ya veré para dónde agarro.

23.1.06

Dibujante

No recuerda Andrea haber sentido una excitación tan profunda en los cuatro años en que estuvo casada como en esa noche en particular; se revolcaba entre las sábanas esperando que el ardor entre sus piernas se apaciguara por si sólo, sabiendo de antemano que masturbarse no haría más que agravar la situación; de a poco, casi sin percatarse de ello, fue quitándose el pijama, sintiendo un calor extraño en su cara; era un estado desesperante, hasta que al fin se decidió: se levantó, se puso una blusa negra sin mangas, una falda ceñida al cuerpo del mismo color que le llegaba hasta las rodillas, las primeras zapatillas que encontró y salió; la ropa interior hubiese estado demás.

Eran apenas las nueve y media de la noche; subió a su carro, puso el Greatest hits de Björk y se quedó ahí sentada alrededor de unos cinco minutos tratando de ordenar las ideas en su cabeza: había salido de su departamento y ese primer paso ya era considerable, ahora era el turno de escoger a alguien que le ayude a conseguir un par de orgasmos; hace siete meses se había divorciado, y durante ese tiempo había fornicado con Otto, un ex enamorado de su etapa universitaria, y con Hugo, un amigo de su ex esposo que siempre le había gustado aunque en el fondo pensara que no era más que un baboso de esos que no saben hablar de otra cosa que no sea fútbol; pero esa noche en particular la sentía de alguna manera especial, aunque no pudiese dar detalles de que era precisamente lo que la hacía especial, pero eso no le molestaba: era una noche especial y ninguno de sus dos amantes provisionales cumplían los requisitos para compartir sus placeres en dicha ocasión; tendría que buscar a un extraño, eso era lo apropiado, tendría que ser algo irrepetible; puso primera y arrancó.

Recorriendo las primeras cuadras sintió que los ánimos la iban abandonando, y la duda de poder llevar satisfactoriamente a cabo su aventura iba apoderándose de ella; sin darse cuenta Andrea fue disminuyendo la velocidad, lo cual le resultó conveniente para avanzar a frenar en una intersección que empezaba a cruzar teniendo luz roja en su carril; no gritó, pero sí se asustó, a la par que se iba dando cuenta que no era tan decidida como pensaba serlo; se río de sí misma y se dirigió a uno de sus bares favoritos; con suerte encontraría allí a un par de amigas y flagelaría con tequila su falso orgullo.

Entró al bar un poco más calmada; por no pensar en ella, su excitación había disminuido notablemente, y eso la alegró; se dio una vuelta por el lugar pero no encontró a nadie conocido; le pareció haber visto a una prima de su ex esposo en una mesa esquinera pero no estaba del todo segura; se sentó en la barra y pidió un Margarita; estaba sonando un set de canciones de The Doors, y aunque no era precisamente su banda favorita igual tarareaba las letras que se las sabía de memoria; la caída de un vaso hizo que volteara la cabeza y sin esperárselo sus ojos se encontraron con los de un jovencito que estaba sentado sólo en una mesa junto a la pared, con una cerveza y un cuaderno encima de la mesa; el contacto visual no sobrepasó los tres segundos pero fueron suficientes para que el ardor vuelva a invadir todos los rincones del cuerpo de Andrea; ni siquiera lo pensó: cogió su copa de la barra, caminó el trecho que la separaba de la mesa sintiendo sus piernas temblar, se sentó, puso la copa sobre la mesa, encendió un cigarrillo y le tendió la mano a aquel extraño.

Imperceptiblemente los labios de Andrea temblaban mientras observaba el rostro aniñado del tipo que estaba al otro lado de la mesa; su tez era trigueña, su cabello negro, sus facciones suaves, usaba lentes, parecía no tener más de 20 años; no era precisamente el tipo de hombre que Andrea prefería para compartir su lecho, pero ella notó algo en su mirada que la desarmó por completo: no se lo podía explicar muy bien, era algo así como una mezcla de tranquilidad, paz y lujuria, como si tal mezcla fuese posible; se fijó que en la hoja abierta del cuaderno sobre la mesa se distinguía un dibujo, algo abstracto, parecía una puerta o una ventana, no lo tenía claro; Andrea le propuso las reglas del juego: tendrían una noche de sexo, no intercambiarían información personal entre ellos, ni sus nombres ni nada, irían en su carro a un motel y ella pagaría la habitación, él podría besarla donde quisiera menos en la boca, a la mañana siguiente él tendría que tomar un taxi; el joven la escuchó con una atención que la turbaba, y a lo que terminó de hablar una media sonrisa en sus labios y un brillo en sus ojos le indicaron que aceptaba jugar con ella.

Dejaron inmediatamente el bar y enfilaron rumbo al motel favorito de Andrea; en el carro casi ni hablaron, aunque ella se sorprendió al escuchar a su acompañante cantando las canciones de Björk: no se lo esperaba; tampoco se esperaba tanta maestría sexual en alguien tan joven: no tuvo ningún problema en encontrar su clítoris y estimularlo con la lengua, parecía retardar su eyaculación a su antojo, apretaba sus senos con la presión justa y necesaria y mordisqueaba sus pezones con una suavidad ejemplar; Andrea alcanzó tres orgasmos, su amante dos; al final no se pudo contener las ganas y empezó a besar sus labios, primero despacio, delicadamente, luego con una furia de hambre, de sed, con una desesperación similar a la que sienten los ahogados; sus labios se separaron, ella encendió un cigarrillo y se recostó en el pecho de su amante, y sin ninguna advertencia previa él empezó a hablar, pero parecía que no hablase con ella, sino con un interlocutor invisible; hablaba consigo mismo tal vez, en un tono que uno usaría para contarle un cuento a un niño antes de dormir: «Era un día nublado, mis papás me habían dejado sólo en la casa sin avisarme que iban a salir, pero yo no tenía miedo, era apenas un niño pero no tenía miedo... no, mentira, sí tenía miedo, no estaba acostumbrado a estar sólo, siempre tenía que haber alguien cerca, quien sea, eso no importaba, en ese tiempo la gente aún no se dividía en buenos y malos, simplemente tenía que haber alguien... era un equilibrio o algo parecido, yo estaba de un lado de la balanza y el otro platillo estaba vacío y no podía estar vacío, mis papás no tenían que haber salido, fue la primera vez que los odié, incluso fui a la cocina y agarré un cuchillo y juré que los iba a matar a lo que regresaran, no me tenían que hacer esas cosas a mí... en fin, volví a dejar el cuchillo en seguida a la cocina, sabía que no los podía matar por más que los odiara, y lloré y no tenía claro por qué lloraba, podía ser por el miedo de estar sólo, pero también podía ser por haber querido matarlos a mis papás, y era aún en esos días en que Dios era omnipresente y de seguro que me había visto con el cuchillo en la mano y era más seguro aún que me había leído la mente y eso me daba más miedo aún... de repente empezó a llover y de inmediato dejé de llorar y de pensar en Dios, salí al patio como hipnotizado y la lluvia era torrencial y en cuestión de segundos toda mi ropa estaba empapada, totalmente empapada, pero no tenía frío, todo volvía a estar bien, pero no era ya como antes, era un estar-bien diferente, nuevo, desde adentro más que desde afuera, y volví a llorar pero ya no pensaba ni en Dios ni en mis padres, sabía que estaba sólo y lo aceptaba y lo disfrutaba... empecé a sacarme la ropa en medio del patio...»

Andrea no se enteró del final de la historia, el sueño pudo más, aparte de que la voz de su amante era un arrullo para sus oídos; al despertar vio que su reloj marcaba las nueve de la mañana, y de inmediato notó que estaba sola en la habitación; entró en el baño, se tomó su tiempo debajo de la ducha, luego se quedó viendo su imagen en el espejo: ya no era tan joven, pero eso no le molestaba en lo absoluto, incluso empezó a sentirse orgullosa de ello; a lo que recogió su ropa del piso se encontró con una hoja de papel dentro de su falda: era el dibujo de un elefante con unas burbujitas por encima de su lomo, como si se tratase de un elefante efervescente.

16.1.06

La zurda

Después de que le amputaron el brazo no fue precisamente tristeza lo que embargó a P; en realidad se lo veía con una alegría renovada, una expresión de triunfo tan rara en él. Los dos meses previos a la operación mi amigo estaba zambullido en una depresión seria; no quería hablar con nadie, prendía el celular sólo dos días a la semana, evitaba los lugares en los que antaño se solía encontrar con conocidos, casi no llamaba a sus familiares, pasaba más horas muertas en su trabajo. Perder su brazo izquierdo, de alguna manera, parecía ser lo mejor que podía pasarle.

Su brazo estaba sano, no se trataba de gangrena ni nada por el estilo. Todo empezó con una apuesta entre él y yo: iríamos una noche prefijada a un night club de la ciudad, nos sentaríamos cada quien sólo, mesas separadas, y quien consiguiera más lap dances ganaría la apuesta. El perdedor pagaría ambas cartillas de consumo al final de la noche, y perdería un brazo (lado a elección).

Escogimos la noche de un jueves para, nerviosos, poner en marcha nuestro plan. Vale aclarar que no era esta una práctica común entre nosotros; quiero decir una apuesta de tal calibre, lo de ir a ver mujeres desnudarse sí lo hacíamos casi una vez al mes. Llegamos al local escogido a eso de las diez de la noche; no había mucha clientela. Preferimos, en lugar de tomar una mesa cada uno, sentarnos en las sillas acondicionadas junto a la pista donde las stripers bailan, uno a cada lado de la pista, frente a frente. Yo bebí cerveza, P optó por whisky. A las dos de la mañana, hora acordada con antelación, salimos del local, luego de que P canceló la cuenta. En total yo disfruté de once lap dances, mi amigo de nueve.

Tres días antes, R, un amigo en común, nos presentó al primo de su enamorada, un estudiante de segundo año de postgrado en cirugía. Por una “módica suma" nos ofreció, junto a tres de sus compañeros, realizar la operación en el consultorio de su padrino, un cirujano de renombre en la ciudad. El dinero se lo dimos el jueves al medio día, aportando cada uno de nosotros la mitad de lo acordado.

Al salir del night club P estaba temblando, con una extraña sonrisa desfigurando su rostro. Por un momento creí que se iba a echar para atrás, pero eso estaba lejos de la verdad. La operación quedó fijada para el domingo por la tarde, y justamente el viernes al ir a la oficina mi secretaria me esperaba con la noticia de que el domingo por la mañana me tocaba salir del país para conseguir unos equipos para la empresa. Inmediatamente llamé a P para avisarle que no iba a poder acompañarlo a la operación, y me dijo que no me preocupe, que él se las arreglaría sólo, y me deseó un buen viaje. Al colgar el teléfono creí confirmadas mis dudas de que dicha operación nunca se iba a realizar, pero no me importó demasiado, ni siquiera el dinero que le habíamos cancelado al futuro cirujano.

Estuve fuera una semana entera. Al llegar al aeropuerto de regreso encontré a P esperándome. Aunque el día estaba particularmente caliente, llevaba puesto un buzo; la manga izquierda se balanceaba casi vacía. Estaba radiante. Fuimos por un café. Me confesó que había perdido la apuesta a propósito, que antes de que hiciéramos nuestra apuesta más de una noche había permanecido despierto hasta altas horas de la madrugada maldiciendo el sinsentido de la vida y pensando en el suicidio como la solución más viable para el puto aburrimiento que lo estaba destrozando, y que de repente la perspectiva de perder un brazo gozaba de un brillo absurdamente redentor en medio de toda la mierda que lo rodeaba. Trató de convencerme de que acepte la devolución de mi mitad de lo cancelado para la operación, pero ni hablar: lo rechacé de inmediato; era bueno ver su alegría, compartir su alegría, una alegría que tenía mucho de infantil.

Antes de despedirnos me confesó que sólo dos veces en su vida se había masturbado con la zurda: la primera cuando vio a Kurt Cobain tocando la guitarra “al revés” en el concierto acústico de Nirvana, y la segunda cuando leyó Dos mujeres en Praga de Juan José Millás. Luego empezó a reírse como desquiciado, y yo reí también porque recordé que yo mismo fui quien le prestó el libro de Millás. Una vez más, fue él quien pagó la cuenta.

9.1.06

Madrugada

Regresaba a mi departamento; eran como las 3 de la mañana. Había pasado la noche en casa de Jorge, escuchando música (el último disco de Fiona Apple «and after waiting, fighting patiently on my knees / all the other stuff tired itself out first, not me»; creo que lo repetimos como siete veces), comiendo canguil con jugo de naranja (desde que Jorge empezó a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, hace siete meses, en su casa no se puede ni siquiera destapar una cerveza) y en agradable tertulia. Tenía algo de sueño puesto que ese día mi madre me había llamado a las seis y media de la mañana para recordarme llamarlo a mi abuelo por su cumpleaños, y después de la interrupción del sueño no pude volver a dormir. Al llegar al bloque encontré a un tipo sentado en el piso con su espalda arrimada a la puerta de entrada general al edificio. Mientras me iba acercando a la puerta el olor a alcohol se iba haciendo más penetrante.

El tipo en cuestión tenía el pelo totalmente cano, en un tono grisáceo, aunque sus facciones no eran las de una persona de la tercera edad; a lo mucho tenía unos cincuenta años. Llevaba puestos unos mocasines negros, medias blancas, chompa gris abierta sin ninguna camisa debajo de esta, pantalón negro; no estoy seguro de si llevaba o no calzoncillos, pero la bragueta de su pantalón estaba abierta y su pene se asomaba flácido. Su tez era clara. A simple vista no tenía cara de indigente; su borrachera era evidente a metros de distancia.

Cuando se dio cuenta de que me acercaba a la puerta intentó levantarse. La primera tentativa fue un fracaso, la segunda exitosa. Mientras se apoyaba, parado, la espalda contra la puerta, babeaba. “Nunca hubiese creído que a mi edad doliera tanto”. Creo que dijo eso, o por lo menos es lo que le entendí. Por mi parte no tenía la mínima intención de quedarme conversando con un extraño a esas horas. Cuando estaba a dos pasos de la puerta se me echó encima y me abrazó por el cuello. Lloraba y me pedía perdón. En ese momento empezó a parecerme divertida la escena, pero de todas maneras prefería subir a mi departamento y dormir. Intenté sentarlo contra el muro, pero él no me soltaba. Nunca le dirigí ni una sola palabra. Cuando al fin logré que me soltara se agarró de la puerta con la mano derecha, la soltó casi al instante, se balanceó un poco y cayó de costado. Un pedazo de vidrio del que no me había percatado se clavó en la parte izquierda de su cuello. Se me quitó el sueño.

No gritó, sus facciones apenas se deformaron. A lo que quise acercarme a ayudarlo me detuvo con un gesto de la mano. Dijo que todo estaba bien así, en su aguardientoso acento. Miré sus ojos y me di cuenta de que sí: todo estaba bien así, todo estaba estúpidamente bien así. Levantó su mano derecha y arrancó el trozo de vidrio de su cuello; fue la única vez en toda la noche en que hizo una mueca. No muchas horas antes mi abuelo había cumplido 94 años. Me senté en el mismo lugar en el que él se hallaba sentado a lo que lo encontré, en el piso, contra la puerta, y encendí un cigarrillo. Creo que lloré un poco.

La sangre manaba de su cuello. Como si de un mantra se tratase repetía a cada rato el nombre de Adriana, o Mariana, o algo por el estilo. Me fumé los cinco cigarrillos que me habían sobrado de la tertulia encendiéndolo a cada uno con la colilla del anterior (con la excepción del primero, claro), y para cuando apagué el último, aunque seguía moviendo los labios, ningún sonido escapaba de su garganta. Ningún vecino llegó al edificio a esas horas, y aunque en dos habitaciones se notaban las luces encendidas (una en el segundo piso y otra en el tercero) nadie se asomó por las ventanas. Creo que nadie se asomó por las ventanas, porque a decir verdad el cuadro ante mis ojos me tenía hipnotizado: no podía mirar a otro lado que no sea el hombre muriendo frente a mí. Por momentos me detenía viendo sus medias blancas ensuciadas de polvo, sus labios balbuceantes, su roja herida cubierta con su mano derecha, su pene flácido ladeado hacia la izquierda, sus párpados casi totalmente cerrados sobre sus ojos. Un par de gatos callejeros, uno amarillo y otro blanco, por un momento se le acercaron y lamieron su frente. En algún momento empezó a mearse encima, un chorro lento, seguramente cálido. Pasarían aún unos veinte minutos desde que apagué mi último cigarrillo cuando noté que finalmente sus labios dejaron de moverse.

Me acerqué. Del bolsillo izquierdo de su chompa sobresalía un pequeño libro de pasta café, cuya portada estaba apenas salpicado por unas gotas de sangre. Saqué el libro. Era una pequeña biblia. Entre las páginas 486 y 487 estaba un guachito de lotería fungiendo de separador. En dichas páginas se contaba la historia de Ester. El guachito era válido para el sorteo del miércoles 9 de septiembre de 1998; su número era el 15490; una de sus esquinas estaba cortada, no recuerdo cuál de las cuatro. En la página 487 estaban subrayados los versículos 10 y 11 del cuarto capítulo:

Entonces Ester dijo a Hatac que le dijese a Mardoqueo: Todos los siervos del rey, y el pueblo de las provincias del rey, saben que cualquier hombre o mujer que entra en el patio interior para ver al rey, sin ser llamado, una sola ley hay respecto a él: ha de morir; salvo aquel a quien el rey extendiere el cetro de oro, el cual vivirá; y yo no he sido llamada para ver al rey estos treinta días.

Revisé el resto de sus bolsillos: todos estaban vacíos. Me quedé con la biblia; la sangre en la portada ya estaba seca. Dejé el guachito en el bolsillo de donde saqué el librito. Subí a mi departamento. Cuando el día empezó a clarear yo seguía buscando, pero no encontré ningún otro pasaje subrayado. Leí dos veces la historia de Jonás (páginas 846 y 847) que desde niño ha sido mi favorita entre los cuentos bíblicos. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que recordé con tanta intensidad mis años en la escuela de los hermanitos católicos (donde, por cierto, conocí a Jorge) y todos los rituales de los que participaba mecánicamente sin tener una idea lo suficientemente clara de eso que llaman religión. Cuando al fin me empezó a vencer el sueño me pareció escuchar una sirena, pero no estoy del todo seguro. A lo mejor ya estaba soñando.