24.7.06

Jauría de perros drogadictos

Una noche, en la duermevela que antecede al reparador sueño nocturno, empecé a vislumbrar a una jauría de perros de esos que utiliza la policía para detectar droga en sus operativos encerrados en algo parecido a un corral ladrándose entre ellos y moviendo la cola, y se me antojó escribir una historia con ellos; así que antes de perder irreversiblemente la idea encendí la lámpara y anoté “jauría de perros drogadictos” en la parte superior de una página del Desesperación de Nabokov que estaba leyendo en aquel entonces. Después de volver a apagar la lámpara me agarró el insomnio y no pude conciliar el sueño sino hasta más de dos horas después.

Este libro de Nabokov, Desesperación, es divertidísimo; si lo lees escuchando a Connnie Francis de fondo musical te cagas de risa. ¿Que si Nabokov escuchó a la Francis en algún punto de su vida? Ni idea, pero es una mezcla factible; es más, me puedo imaginar al escritor ruso haciendo cola en un aeropuerto newyorquino detrás de Connie Francis sin reconocerla, pensando en su hijo, con un maletín en la mano y un perro (aunque debería ser perra, y debería ser jovensísima) del escuadrón antidrogas olfateándolo pero sin llegar a ladrarle.

Fue recién tres días después que me senté frente a la computadora para intentar escribir la historia de los perros, aunque no tenía ni puta idea de qué mismo escribir. En realidad cuando escribo una historia, esta por lo general empieza de una idea vaga que va pariendo casi por sí sola el resto del relato: confesiones de un pseudo escritor. La frase anotada la noche del insomnio la encontré en la página 175 del libro, y en dicha página me encontré con este párrafo que había subrayado con anterioridad: «Todo remordimiento por mi parte queda absolutamente descartado: los artistas no sienten remordimientos, ni siquiera cuando su obra resulta incomprendida, rechazada». La voz de Nabokov que me llegaba a través de Hermann, el protagonista del libro, fue como una palmada en el hombro; aunque claro, yo no soy un artista, sólo un pseudo escritor.

Lo primero que se me ocurrió fue hacer hablar a los perros, pero con la intención de mantenerme alejado del formato clásico de las fábulas, que para eso Monterroso ya escribió un libro genial. A mitad del primer diálogo entre Rambo, el jefe de los canes, y Lolita (tenía que haber un homenaje, eso era inevitable), la perra más joven del escuadrón, me llamó Martín, uno de mis mejores amigos, para contarme que su primogénito había nacido ya; tuve que apagar la computadora y volar a la clínica. Al llegar me enteré que en realidad era primogénita, y al rato me di cuenta que el papá de mi pana miraba de la manera más descarada el descubierto seno izquierdo de Claudia mientras esta daba de lactar a la nena; no se si Martín no se daba cuenta o solamente disimulaba.

Recuerdo que Martín una vez, plutos, me contó que su viejo le sacaba la puta desde que era pelado, pero todo tapiñado: a los ojos de los demás era un padre ejemplar que no hacía otra cosa que consentir a sus hijos. Sobrios nunca volvió a mencionar el tema, pero no era necesario; su rencor hacia su viejo era inmortal, y eso ambos lo sabíamos. De repente empecé a imaginarme a Rambo entrando a la habitación de la clínica y arrancándole de una mordida los huevos al padre de Martín, para luego lamer dócilmente la mano de Claudia; se lo dije a Martín en cuanto su padre abandonó la habitación, pero no entendió quién chucha era Rambo.

De vuelta a la computadora releí el diálogo que quedó incompleto; no me gustó el camino que estaba tomando y lo borré. Mientras pensaba en cómo retomar el asunto abrí una botella de cerveza y me volví a sentar frente a la página vacía (Microsoft Word marca registrada etcétera). Nada. Los perros hijueputas sólo estaban ahí metidos en su corral, mirándome fijamente y moviendo la cola; ni ladraban los desgraciados. Para que no digan que leyeron esto en vano aquí va un resumen de cómo pudo haber quedado la historia si la hubiese podido escribir:

Hay doce perros en el escuadrón canino antidrogas de una ciudad cualquiera de Sudamérica, cinco machos y siete hembras; Lolita es la más joven de las perras y todos los machos quieren fornicar con ella; el único que se la tira es Rambo aprovechando un descuido del oficial encargado de los perros. Este está llorando mientras escucha una canción de Connie Francis (que bien pudo haber sido I’m sorry I made you cry, muy oportuna) en una vieja radio; no entiende la letra, pero igual llora. Se supone que Rambo como todo buen perro antidrogas tendría que haber sido castrado en la fase previa a su entrenamiento (no tengo ni idea en realidad de si a esos perros los castran o no, pero no importa), pero él era bífalo (o sea que tenía dos huevos) y la deja preñada a Lolita. La perra tiene cinco cachorros y todos tienen nombres rusos; uno de ellos, Dmitri, nace bífalo, pero lo atropellan en una carretera antes de que pueda perder la virginidad. Lolita, en su tristeza materna, acepta una misión kamikaze. Colorín colorado.

10.7.06

Niñero

¿Cambiarían nuevamente de escondite a las películas pornográficas? Ricardo tendría que esperar hasta que sus tíos se hayan ido para averiguarlo. Era la quinta vez que lo llamaban para que cuide a Mateo. Juan Carlos y Mónica tenían esa noche el matrimonio de unos amigos de la universidad, y ya habían confiado anteriormente en Ricky para que cuide a su primogénito, por lo que se fueron de lo más tranquilos. Ricardo tiene 12 años y acaba de terminar la escuela, habiendo sido honrado con la segunda escolta del pabellón nacional; Mateo está por cumplir cinco años, y acaba de terminar su curso de pre-básica en la misma escuela de su querido primo. Antes de salir, Mónica le indicó a Ricardo qué tarro de helado estaba ya empezado en la refri para que se sirva a su gusto; y se despidió de él con un beso en la mejilla que Ricardo, para sus adentros, consideró muy cercano a la comisura izquierda de sus labios.

Eran las nueve y siete minutos de la noche. Tan pronto como la puerta se cerró, lo primero que Ricardo hizo fue prender el PlayStation de Juan Carlos para entretener a Mateo en algo; empezaron a jugar FIFA street en modalidad de dos jugadores contra la máquina y cinco minutos después se excusó diciendo que iba a buscar algo de comer y que hasta eso siguiera nomás jugando sólo. Fue directamente a la habitación de sus tíos y buscó los videos en el cajón del escritorio donde Juan Carlos guarda sus papeles del trabajo, que fue donde los encontró la última vez, pero no los halló allí. Del cajón sacó un compás y empezó a picarse levemente el muslo derecho por encima del pantalón, dejando que la punta roce apenas su epidermis; la noche se le antojaba aburrida si no hallaba las películas. Después de un rato guardó el compás y abrió el armario; el olor de la ropa de Mónica le produjo una erección a medias, que se completó al hallar el cajón con la ropa interior de la hermana de su padre. Agarró una tanga amarilla y se encerró en el baño del pasillo a hacerse una paja.

Cuando volvió a la habitación aún escuchaba los gritos de Mateo que les indicaba a sus jugadores no ser tan maricones y que pateen como hombrecitos (indicaciones aprendidas de su padre). Ricardo dobló cuidadosamente la tanga e intentó dejarla en el mismo sitio y en la misma posición en la que la había encontrado. Luego revisó las carteras y no encontró en ellas más que diversos estuches de maquillaje; chequeó los bolsillos grandes de los abrigos: nada. Se le ocurrió revisar los cajones del velador de Mónica y lo más interesante que encontró fue unas hojas fotocopiadas con algunas anotaciones en los márgenes; en la parte superior ponía Crónica del dolor, y había un pasaje subrayado:

Durante las ceremonias para escoger pareja sexual, los jóvenes caminaban en torno al pueblo seguidos por las niñas que se burlaban de ellos. De pronto, cada muchacha atacaba a un determinado varón con una concha afilada o un cuchillo de bambú, inflingiendo dolorosas heridas. Los jóvenes aceptaban la tortura como una abierta invitación erótica; se estimaba que la muchacha más agresiva sería la más apasionada en el lecho y sus agresiones al varón escogido eran vistas como una expresión de aprecio por su belleza masculina. Por ese motivo, los muchachos estaban dispuestos a recibir gustosamente los peores ataques, y luego se les permitía tomar sexualmente a su agresora, un acontecimiento que podía incluso llevarse a cabo en algún lugar público.

Ricardo quedó un poco conmocionado después de leer el papelito, pero terminó riéndose; le era inaudito que haya personas que se lastimen como muestra de afecto. Empezó a imaginarse a Michelle, la compañerita que le gustó los dos últimos años, persiguiéndolo con un cuchillo por todo el patio de la escuela y luego acostándola debajo de la rodadera de pre-básica para juntos perder la virginidad. Mientras divagaba en sus pensamientos fue quedando acostado en el suelo a un costado de la cama, y vio que debajo de esta había una caja de esas que se utilizan para guardar películas. Su alegría iba en aumento. Sacó la caja, la abrió y encontró un DVD con una letra A trazada con marcador sobre la blanca superficie. Salió de la habitación y le dijo a Mateo que ya había jugado bastante y que era hora de ir a la cama; al niño la idea no le gustó en absoluto y siguió jugando como si ni siquiera lo hubiese escuchado. Ricardo estaba feliz, por lo que no puso mayores objeciones y jugó junto a su primito dos partidos más. Luego lo llevó a la cama y le leyó un cuento de Edgar Allan García hasta que Mateo finalmente se quedó dormido. Luego pasó por el baño para coger un pedazo de papel higiénico que utilizaría después para limpiarse el semen, regresó a la sala, desconectó el PlayStation, conectó el reproductor de DVD’s, puso el disco, apagó la luz y se sentó frente al televisor con los dos controles remotos a la mano.

Cuando empezó la película se abrió la bragueta del pantalón y tomó su pene con su mano izquierda; notó que la calidad del video era pésima, pero la mayoría de películas pornográficas que había visto hasta entonces tenían una calidad similar, así que todo estaba bien: la película hallada bajo la cama era precisamente de las que él quería ver, o por lo menos así lo creía hasta que pudo ver la primera cara: la de su abuelita. Su ánimo se volvió a oscurecer; no podía creer que en vez de porno se había encontrado un video familiar antiguo (su abuelita había muerto antes de que él haya cumplido un año). Se estaba abrochando nuevamente el pantalón cuando vio que Camilo, su padre, se acercaba por detrás a la anciana. Reconoció que la escena se desarrollaba en su propia habitación, y que su abuela tenía la mano derecha apoyada en el que antaño fue su moisés, y que de rato en rato lo mecía. Empezaba a preguntarse si él mismo estaría dentro del moisés durante la filmación cuando Mónica entró en escena. Lo que vio después lo dejó sin habla, algo confuso.

Juan Carlos abrió la puerta con prisa y fue corriendo al baño sin darse cuenta de nada; fue Mónica quien encontró a Ricardo sentado en el piso frente al televisor encendido pero con la pantalla totalmente a obscuras, con el pelo despeinado, llorando en silencio, y con un pedazo de papel higiénico a un lado aplastado bajo una caja de esas que se utilizan para guardar películas.