28.8.06

Sala de estar

No transcurre mucho tiempo desde que el timbre sonó hasta que la puerta se abre para desvelar en el marco de la misma a la robusta sirvienta del señor que, educadamente, le pide que pase y tome asiento en la sala de estar, el señor no tardará en bajar.

De un vistazo se da cuenta que en la sala hay cuatro sofás: el grande con capacidad para tres personas, el mediano para dos y dos pequeños. Elige sentarse en el mediano y asienta la carpeta que lleva en sus manos en el espacio que queda libre a su izquierda.

La sirvienta se retira, y al instante empieza a escuchar una suave música instrumental, algo así como una mezcla entre Kenny G, Richard Clayderman y Yanni; por un momento creyó estar en la sala de espera del consultorio del dentista, y un escalofrío recorrió su espalda.

Los minutos pasan y el señor no baja. Coge la carpeta, la abre, pasa sus ojos por encima de los papeles, cierra la carpeta y la vuelve a asentar. La musiquita sigue sonando y en un solo de piano empieza a sentir ganas de orinar, pero no tiene ni idea de cuál de todas las puertas a la vista es la del baño.

En un momento aparece saltando una pequeña niña, que él al ojo le pone unos ocho años. Está descalza y sus dos trencitas suben y bajan al vaivén de sus saltos. Cuando la niña se da cuenta de su presencia deja de saltar, le sonríe, va corriendo a darle un beso en la mejilla y se sienta a su lado, encima de la carpeta.

La niña se llama Pilar; se lo ha dicho mientras se levantaba del sofá, colocaba la carpeta en la mesita de centro y se volvía a sentar a su lado. Él le pregunta si es que es hija del señor, y Pilar se ríe. ¿Es que no lo sabe? El señor no tiene hijos; es más, detesta a los niños. Ella es una excepción.

Sigue con ganas de orinar, pero le da vergüenza preguntarle a Pilar cuál es la puerta del baño, no sabe bien por qué. Intenta iniciar una conversación, pero no se le ocurre ningún tema que le pueda interesar a él y a la niña, y finalmente se decide a contarle un chiste que Pilar no encuentra gracioso.

El hombre empieza a impacientarse, claro, y le pregunta a la niña si el señor tardará mucho en bajar; ella se encoge de hombros, se levanta, coge la carpeta y se va a sentar con ella en el sofá mayor. Él la mira y quisiera decirle que no abra la carpeta, que no le gustará lo que hay en ella, pero no le dice nada y se queda ahí sentado con sus ganas de orinar y con la musiquita de mierda en sus oídos. Pilar abre la carpeta y se toma su tiempo en pasar las hojas una por una; al llegar a la última cierra la carpeta, le dedica la mejor de sus sonrisas y se levanta para ir a entregarle la carpeta al señor, de acuerdo a sus propias palabras. El hombre sentado en el sofá mediano se queda algo perplejo, pero no presenta objeción alguna, y mientras ve a la niña subir las escaleras con la carpeta moviéndose al compás de sus trencitas se da cuenta de que el señor no va a bajar y que, en verdad, detesta a los niños.

21.8.06

Declaración

-Y... ¿qué has hecho en todo este tiempo que no nos hemos visto?

*Me imagino que eso no era esa-cosa-tan-importante que tenías que decirme.

-No me apures, no es tan fácil soltarlo así nomás.

*Bueno, me voy. Tienes mi número; me llamas cuan...

-Me gustas... mucho.

*...

-...

*Déjate de huevadas cabrón, ¿y desde cuándo le haces a la mariconada?

-¿Cómo así?

*Mariconada pues, si me acabas de decir que te gusto.

-¿A qué estás jugando ahora?

*No te hagas el loco, pendejo.

-Me gustas. Tú me gustas... ¿Desde cuándo se le dice maricón a un hombre que le gusta una mujer?

*Ah, ahora según tú soy una mujer, mira qué interesante.

-Putamadre, tan sólo dime que no te gusto o cualquier cosa por el estilo, pero no me salgas con estas huevadas.

*Nooo, ¿vas a llorar? ¿Y en público?

-¡Cállate!, perra.

*Y dale; me empiezas a preocupar loco, en serio. Pero ya que estamos, ¿por qué insinúas que yo tendría que ser el pasivo? Digo, si es tu fantasía hacerle a la mariconada por lo menos ten la delicadeza de ofrecer tu culo en sacrificio, porque al mío no le apetece nadita que lo desvirguen.

-Y esas tetas, ¿eh? ¿Qué me dices de esas tetas que te cuelgan tan graciosamente? ¿Me vas a salir con que me estoy imaginando un par de tetas abultándose bajo tu blusa?

*No es blusa, gil; camisa se llama. Y si quieres me la abro para que veas por ti mismo los vellos que de hecho son abundantes... jmmm, pero mejor no; de ley que eso te termina de arrechar, ¿sí o no mi amor?

-Pero qué bien hijadeputa que me saliste; y yo como gil pensando lo mejor de ti todos estos meses, y enamorándome de ti de a poquito, y no sólo por lo bonita que eres, ¿entiendes perra? Me enamoré de ti, de toda la mentira que construiste como coraza... mierda, si hasta me haces sonar como Corín Tellado, no jodas, para que ahora me salgas con ¿esto?

*Ya, fresco; cague de risa tu declaración, deberíamos salir más seguido. Avisarás cuando te consigas un machucante. ¡Joven! La cuenta por favor.

-...

*Deja nomás, ya pago yo, para que veas lo caballeroso que soy.

-Hijita de Caín.

*Me llamas... adiós.

Tres días después “*” tuvo un accidente: un automóvil rojo que iba a más de ochenta kilómetros por hora le impactó de lleno; murió al instante. Sus restos fueron cremados en concordancia con sus deseos. Según el parte policial la conductora del automóvil rojo iba escuchando reguetón el momento del accidente. “-”, al enterarse de este detalle, escribió un ensayo titulado «El reguetón, la parca y el significado de la vida: una anti-metáfora». Dicho ensayo hasta el momento ha sido traducido a siete idiomas, se ha convertido en best-seller en Portugal y Somalia, e incluso se rumora que un alto magistrado canadiense aprendió español para poder leer el ensayo en su idioma original.

7.8.06

La paloma y la trompeta

El día del concierto Silvia se despertó antes de que la alarma empezara a sonar, pero no se levantó; permaneció acostada, bostezando, abriendo y cerrando los ojos por intervalos, en silencio. El calor de la mañana empezó a colarse en la habitación y antes de limpiarse las lagañas con el índice derecho como todas las mañanas se quitó el camisón sin salir de debajo de la sábana para luego hacerlo rollito y tratar de encestarlo en el tacho de ropa sucia: si acertaba se masturbaría antes de levantarse y meterse en la ducha. No acertó y tan sólo masajeó su clítoris unos segundos mientras se relajaba debajo del chorro de agua.

En el boleto decía que el concierto empezaría a las 8 y Joaquín le había dicho que pasaría a recogerla a las 8 y media después de salir de la oficina y pasar por su casa cambiándose de ropa. Era su segunda semana de vacaciones y Silvia no tenía nada planeado para aquella mañana y tarde. Luego de tomar un largo vaso de café no muy caliente puso el último disco de Placebo y se sentó frente al lienzo que había empezado a manchar de colores el día anterior. Su intención era pintar a una mujer desnuda crucificada, con corona de espinas y reemplazando el cartelito del INRI con el icono del baño de mujeres. Le tomó lo que quedaba de la mañana y las dos primeras horas de la tarde para dejar los travesaños de la cruz a su gusto, de un color púrpura oscuro con pintas amarillas.

Luego de lavarse decidió ir por una hamburguesa, una royale with cheese (siempre las pedía así desde que vio Pulp fiction, pero hasta ahora sólo una cajera le había entendido devolviéndole una sonrisa cómplice; al resto les tenía que aclarar que quería una cuarto de libra con queso), pero al abrir la puerta se encontró con una paloma muerta sobre el tapete que rezaba “Welcome”, y se le quitó el hambre. Sin pensarlo mucho tomó a la palomita con la mano izquierda, usando la derecha para sostenerle suavemente la cabeza, y la colocó encima de su cama. La revisó con cuidado y no encontró heridas. No entendía por qué hallar a un pájaro muerto la conmocionó tanto, si nunca en su vida había sido adepta a las mascotas en particular ni a los animales en general. Intentó hacer en su cabeza un comentario mordaz sobre una paloma-muerta, el doble sentido y todo eso, pero no le halló gracia, y, lo que fue peor, la hizo llorar. Se abofeteó a sí misma tratándose de estúpida en voz alta, pero no solucionó nada; los mocos aparecieron como en cualquier llanto decente. Entró al baño, se lavó la cara y se quedó casi dos minutos enteros mirándose al espejo, respirando despacio, esperando que disminuya la humedad de sus ojos.

Volvió y se arrodilló a un lado de la cama. La paloma tenía los párpados cerrados, y Silvia empezó a comparar mentalmente sus propios ojos con los de la paloma, pero no le resultó fácil. Había visto cientos de palomas a lo largo de su vida, pero nunca con atención, y cuando habían estado cerca de ella nunca se le había ocurrido mirar sus ojos. Ahora quería ver sus ojos, esas pupilas que de seguro carecerían de todo que pudiera parecerse al brillo, pero algo le impedía estirar la mano y separar aquellos inertes párpados con los dedos; estaba arrodillada, con sus glúteos rozando sus talones, el mentón apoyado en su mano izquierda, ambos codos en el colchón y su antebrazo derecho en un paralelismo casi perfecto con respecto al cuerpo de la paloma, pero no se decidía a ejecutar movimiento alguno. Perdió el sentido del tiempo, su mente divagaba libremente e incluso iba recuperando recuerdos que no había desempolvado en años. Cuando se levantó la iluminación en el cuarto era tenue y el dolor en sus rodillas intenso.

A las 8 y doce Joaquín timbró en casa de Silvia, y se extrañó de no encontrar el tapete de “Welcome” en su lugar habitual. Le llamó más aún la atención ver a una Silvia radiante abriéndole la puerta, con un vestido negro largo que consideró demasiado formal como para ir al concierto pero sin poder negar ni por un momento que le quedaba hermosísimo. Fue recién cuando esperaban el taxi que se percató en dos plumas grises que Silvia había utilizado en el arreglo de su cabello; esas plumas le parecieron una especie de mensaje que no terminaba de comprender y que trató de descifrar durante todo el trayecto sin mucho éxito, y sin saber muy bien por qué recordó la trompeta oxidada que encontró en su patio una semana antes de la que nunca había mencionado ni una sola palabra a Silvia. Un escalofrío recorrió su espalda, y finalmente se decidió: al día siguiente se separaría definitivamente de su esposa.

«La paloma aletea sobre el patio de la casa, alejada de la bandada, cansada y sin hambre. Va tarareando una canción que no tiene título cuando ve la trompeta semienterrada junto al arbusto. Desciende y empieza a picotearla al ritmo de la melodía de su cabeza y la trompeta no se molesta; es más, se enamora del pico que la lastima y de los rojos ojos que la miran con algo que se parece a la lujuria. Nadie las ve, nadie las oye, nadie las huele, y no importa: ellas se entienden, y entienden, y no necesitan compartirlo con nadie. La paloma empieza por meter su cabeza en el hueco mayor de la trompeta, y le gusta lo que ve, y poco a poco el resto de su cuerpo va terminando de hundirse hasta que la última pluma gris desaparece. La trompeta brilla silenciosa bajo el sol.»