29.8.05

Pornografía

Pornografía (del gr. pornographos; de pórne, ramera, y gráphein, escribir). f. Tratado acerca de la prostitución. / Carácter obsceno de obras literarias o artísticas. / Obra literaria o artística de este carácter.
Der. Delito de escándalo público, consistente en la producción, venta, distribución, edición o tráfico de libros, periódicos, tarjetas, imágenes u otros objetos obscenos, que atenten contra el pudor y las buenas costumbres.

La definición de pornografía arriba citada la saqué de mi diccionario enciclopédico Salvat, edición de 1978. Asumo que por ser una edición algo vieja se refiere mayormente a la pornografía literaria sin mencionar de manera directa a la cinematográfica, que es precisamente de la que quiero hablar. La razón, que en este caso es más bien excusa, es que esta noche, en la sala del MAACCine, a las 21h15 se presenta la cinta Emmanuelle, y mañana a las 22h00 es el turno de Deep throat.

El siguiente párrafo es tomado directamente del boletín mensual de dicho cine: En los setentas la industria del porno alcanzó su momento más glorioso. Obras clásicas como Deep throat (Garganta profunda, 1972 con la rubicunda Linda Lovelace) catapultaron al cine para adultos a ser materia de discusión social y a enriquecer enormemente a sus productores. En Europa, la cinta Emmanuelle (1974, protagonizada por la diva Sylvia Kristel) condujo a legiones inmensas de espectadores a las salas de cines comerciales, y preparó el camino para el éxito de la marca “Emmanuelle” que hasta el día de hoy produce inmensas fortunas desde el porno suave.

No soy ningún experto en materia de cine pornográfico, pero tampoco me avergüenzo de admitir que he visto varias de esas películas; no recuerdo un número concreto, serían algo así como más de cinco y menos de cincuenta. Mis inicios, como los de la mayoría de chicos en nuestra sociedad, fue durante la etapa colegial, con las correspondientes masturbaciones influenciadas por la extrema excitación que provocaban estas películas en nuestras maleables mentes. Pero en ese tiempo sólo llegué a ver las películas que tenían -podríamos decir- un formato actual; es decir, sin una trama coherente o, por lo menos, interesante.

A los que llegaron hasta este párrafo me gustaría aclararles que esta no pretende ser una apología a las películas porno. Después de ver tres o cuatro de estas películas uno empieza a sospechar que todas las demás serán estúpidamente parecidas entre sí, pero en la pubertad eso no importaba mayor cosa. Las películas tenían el valor añadido de ser prohibidas, lo cual suavizaba la falta de imaginación de los guionistas (suponiendo que de hecho se necesiten guionistas para hacer una porno).

De lo que he escuchado, mucha gente tiene sentimientos encontrados con respecto a este tipo de cinematografía. No es tanto del tipo de que las amas o la odias, es otra cosa. Se dice que es cine para adultos, pero conozco más de una persona menor de 18 años que sabría apreciar una película porno mejor que muchos “adultos”. Porque después de todo también se trata de apreciación, aunque a más de uno no les parezca: el sexo es una manera como muchas otras de interacción, un lenguaje corporal; el porno no muestra la comunión de dos almas, sino de dos (o más) cuerpos, y usted amable lector/a es alma y cuerpo.

Hoy y mañana estaré en las proyecciones de este par de películas “clásicas”. Si alguien de los que pasa por aquí se anima a ir, vale aclararles que ambas películas serán presentadas en su idioma original sin subtítulos en español. Se supone que sí vamos a ver una trama: punto en contra a la falta de subtítulos; se supone que vamos a ver el lenguaje de los cuerpos: se elimina el punto en contra anterior. Aunque a veces parezca forzado, casi siempre se puede encontrar el equilibrio en este mundo.

25.8.05

Plagio: Escepticismo

No nos engañemos: todos los grandes espíritus son escépticos. Zaratustra lo es. La fortaleza y la libertad que emana de la fuerza y de la superabundancia de energía espiritual se prueban mediante el escepticismo. Las valoraciones positivas y negativas de los hombres que tienen convicciones arraigadas han de ser puestas entre paréntesis. Las convicciones son cárceles. Tales hombres no ven lo bastante lejos, no ven lo que hay debajo de ellos, y para poder hacer valoraciones positivas y negativas hay que ver quinientas convicciones debajo de uno y detrás de uno. Un espíritu que ansía grandes cosas y que también quiere los medios necesarios para alcanzarlas, ha de ser forzosamente un escéptico. El estar libre de convicciones de todo tipo y el poder mirar con libertad forman parte de la fortaleza. La gran pasión, que constituye la base y la potencia de nuestro ser, que es más clarividente y despótico incluso que el intelecto humano, pone a éste enteramente a su servicio; aleja de él cualquier escrúpulo; hasta le da valor para utilizar medios no santos, y, en determinadas circunstancias, le permite tener convicciones. Éstas son un medio para algo y hay muchas cosas que no se logran más que por medio de convicciones. Esa gran pasión hace uso, pues, de convicciones y las consume, pero no se somete a ellas, porque se sabe soberana. La debilidad, por el contrario, necesita fe, necesita ser incondicional en sus afirmaciones y en sus negaciones, necesita sustentar una teoría como la de Carlyle.

El hombre de fe, el «creyente» de cualquier tipo, es, forzosamente, un hombre dependiente, alguien que no puede autoconsiderarse como un fin en sí mismo, que no puede fijarse fines por sí mismo. El «creyente» no se pertenece, no puede ser más que un medio, ha de ser consumido; necesita que alguien le consuma. Su instinto le hace situar en un lugar de honor una moral basada en salirse fuera de sí mismo. Todo le persuade a ello: su inteligencia, su experiencia, su vanidad. En esencia todo tipo de fe es una manifestación de un salir fuera de sí mismo, de un extrañamiento de la individualidad propia.

Comprenderemos muy bien lo que es la convicción, la «fe», si tenemos en cuenta lo necesario que es para la mayoría de los hombres tener un regulador que les vincule y les mantenga a raya desde fuera; si consideramos en qué medida la coacción -y en un sentido más elevado la esclavitud- constituye la condición única y definitiva que permite prosperar al hombre débil de voluntad, y principalmente a la mujer. La «fe» representa, así, la columna vertebral de todo hombre que tiene una convicción. Para que este tipo de hombres subsista, necesita no ver muchas cosas, no ser imparcial en nada, tomar siempre partido con todo su ser, tener una visión rígida y necesaria de todos los valores. Precisamente por eso la «fe» es la antítesis de la verdad, y el hombre de convicciones, el antagonista del hombre veraz.

El creyente no dispone de la libertad necesaria para tener conciencia del auténtico problema de lo «verdadero» y lo «falso». Ser honrado en esta cuestión le perdería. El condicionamiento patológico de su óptica convierte al convencido en un fanático -Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, SaintSimón-, en la antítesis del espíritu fuerte, que ha logrado ser libre. Pero el problema es que los gestos ampulosos y afectados de esos espíritus enfermos, de esos epilépticos de la idea, influyen en la gran masa. Los fanáticos resultan pintorescos y la gente prefiere contemplar gestos a escuchar razones.

Friedrich Nietzsche, El anticristo

22.8.05

Espera

Estoy esperando y aún no llega.

Llegué cinco minutos antes de la hora acordada, que en realidad no fueron cinco sino seis, solo que algunos tenemos esa tendencia al redondeo. Llegué con cinco minutos de antelación porque prefiero esperar a ser esperado, lo cual no significa tampoco que me guste esperar. Por lo menos el lugar acordado cuenta con mesas y sus respectivas sillas, lo que hace que la espera sea más grata que cuando toca esperar irremediablemente de pie a alguien: que la espera sea más grata no implica que la espera sea grata. Aún no llega.

Me compro un café para rellenar el tiempo, un café y un cigarrillo. Por lo general suelo andar a cargar un libro para tratar de aprovechar el tiempo mientras espero. El tiempo: a la final se trata de tiempo y lo que significa para cada uno. El tiempo pasa, siempre pasa, aun cuando no se espera nada. Las esperas no siempre son molestas en realidad: hay esperas y esperas. Esta vez he olvidado el libro, así que me entretengo haciendo un avioncito de papel con la factura del café: sé de antemano que este avioncito jamás volará.

Suena música por los parlantes: baladas en inglés de los 80’s. En realidad no recuerdo haber escuchado ninguna de estas canciones con anterioridad, pero sé que son baladas ochenteras; el estilo las delata. En todo el tiempo que llevo aquí sólo he reconocido Broken wings, y ya ni siquiera me acuerdo quien la canta. No soy gran fanático de la música de los 80’s, mis gustos saltan de las bandas de los 70’s hacia las de los 90’s, pero en cualquier caso es preferible estar acompañado de esta música que de los éxitos reguetoneros del momento; así que no hay quejas por la música, pero aún no llega.

Alrededor hay gente acompañada. Alrededor hay gente sola. A cuatro mesas de distancia hay una chica con un gran collar blanco (llamémosle Blanca); está sola. Cada cierto tiempo levanto la mirada y me encuentro con la suya, contactos visuales de cuatro o cinco segundos, hasta que mira hacia otro lado. Cada cierto tiempo levanta la mirada y se encuentra con la mía, contactos visuales de cinco o seis segundos, hasta que miro hacia otro lado. No sonríe, no sonrío; ella vaso grande de té helado, yo café con cigarrillo, una escena no filmada por Jarmusch. Ya no la quiero ver. Ya no la veo.

Estoy esperando y aún no llega. No quiero levantar la mirada, solo miro la servilleta posada en la mesa. Se me hace un nudo en la garganta.

18.8.05

08:17

Son las 8 y 17 minutos de la mañana. En diez minutos Satanás vendrá por mí y recién consigo un papel donde escribir esto. ¿Que si tengo miedo? Claro que no tengo miedo; mi alegría es completa, total. He esperado este momento durante largo tiempo, y finalmente llegó.

¿Que para qué escribo esto? Para tratar de aclarar un poco las cosas, las verdades, los mitos. Al igual que muchos de ustedes también escuché a los curitas en mi tierna infancia hablando del desprestigiado infierno y de los infinitos castigos inflingidos a los pecadores. ¡Mentiras! Lo que los curitas querían era tratar de empañar una lógica verdad.

Cuando lo descubrí fue como una revelación; no fue una revelación precisamente, pero a ustedes les gustan este tipo de términos para tratar de explicar este tipo de cosas. No es fácil concretarlo en palabras, y allá ustedes si me creen o no: la verdad es que los pecadores la pasan genial en el infierno, ya que, después de todo, hicieron en la tierra lo que Satanás quería, y Él sabe recompensar el buen trabajo de uno.

No digo más, me imagino la cara que habrán puesto leyendo este papelito, y es que la costumbre pesa, no soy yo quien vaya a negarlo. Como sea, ahí los dejo, tratando de ser buenos; por mi parte, iré a tomar mi merecido descanso en el averno.

15.8.05

22:18

Son las 10 y 18 minutos de la noche. En treinta minutos Satanás vendrá por mí y recién consigo un papel donde escribir esto. El miedo se fue ya hace un rato, o se metamorfoseó en otra cosa, o se adormeció con una canción repetida hasta el cansancio, no estoy seguro en realidad. ¿Qué sentido tiene sentir miedo si todo está escrito ya? No puedo huir, sería lo más estúpido de mi parte; sería como tratar de escapar montado en un tren sabiendo que mi perseguidor está en el vagón de atrás. Todo está dicho ya, o casi todo: sólo me queda contar un trozo de mi historia en este papel.

¿Que para qué escribo esto? Para que aquel que se digne a escucharme no cometa mis mismos errores; aunque no me lo creo del todo: cada quien experimenta a su tiempo, en su propio cuerpo, en su propia vida: aprender de los errores de los demás es una falacia, los errores son personales e intransferibles; lo que a mi no me ha funcionado no significa que no le pueda funcionar a nadie más. Luego, ¿para qué escribo esto? ¿para qué escribo? Sería más bien para no ser olvidado tan rápidamente; esa sería una respuesta más honesta.

La culpa me pesa, no tanto como a Raskolnikov, pero me pesa. Será tal vez porque no maté a ninguna vieja, no lo sé. Mi caso es más sencillo: terminar un libro, mi opera prima. Cuando lo empecé las palabras fluían solas, las ideas se iban concatenando unas con otras sin mayores fricciones, tenía en mi mente el final perfecto brillando con un fulgor exquisito, pero un día el brillo se apagó. Así, de golpe. A partir de entonces no podía hilar más de cinco palabras juntas y todo se fue a la mierda.

Justo después de una semana (fue un jueves, lo recuerdo perfectamente) Él se sentó a mi mesa mientras comía en el chifa de la esquina. No necesitamos ninguna presentación, no cruzamos ninguna palabra mientras permanecimos sentados en la mesa; ambos sabíamos quién era el otro y eso bastaba. Ya parados en la vereda, mientras me extendía un fósforo encendido para prender mi cigarrillo, me dijo que no necesitaba más que una noche para terminar mi libro; creo que también mencionó las bondades de la “muerte” de un escritor para la promoción de sus obras, pero no lo recuerdo con exactitud, a lo mejor era que yo ya estaba pensando en las ventajas del inevitable pacto. Inevitable a lo mejor no sea la palabra más indicada, porque la decisión de aceptar o rechazar la propuesta estuvo siempre en mis manos, pero su convicción era tal que una negativa no era de hecho una opción.

No hubo un acto simbólico del pacto sellado, ni siquiera un apretón de manos. Simplemente lo leyó en mi mirada y se marchó. En ese momento supe que hoy por la mañana encontraría el borrador del libro terminado en mi escritorio y que lo único que me quedaba por hacer era dejar por escrito un par de indicaciones a mi hermano para que se haga cargo de la publicación. No he hablado con él, claro, no es cuestión de preocuparlo por adelantado; encontrará las indicaciones junto a este papel mañana en su infaltable visita de los sábados por la mañana.

Mientras cenaba hace unas horas me he acordado de Cantuña, de la leyenda de Cantuña, y me ha arrancado un par de sonrisas. ¿Cómo pretenden que me crea que un indiecito, por más avispado que sea, haya engañado a Satanás? Anda a engañarla a la puta de tu madre Cantuñita. Me late que me lo encontraré más tarde y me le cagaré de risa en la cara, por avispado. En esto no hay engaños, sólo una tentación que no se pudo resistir. Y Diana Krall ha estado cantando Temptation una y otra y otra vez en estas últimas horas de espera.

Al fin, alguien toca el timbre.

11.8.05

17:53

Son las 5 y 53 minutos de la tarde. En veinte minutos Satanás vendrá por mí y recién consigo un papel donde escribir esto. Tengo miedo, claro que tengo miedo. Nunca tuve claro cómo es que hace su diferenciación de lo que hago; es decir, no puedo saber si lo que hago está bien o está mal. Siempre arregla las reglas a su conveniencia, él es el único que no puede equivocarse. Y yo trato, siempre trato de complacerlo, pero nada es lo suficientemente bueno para Él; me recompensa a regañadientes, sólo para no dejarme olvidar que es Él quien está a cargo.

¿Que para qué escribo esto? No sé, sólo por escribir, me imagino. Prefiero mantener mi mente ocupada en cualquier cosa que no sea lo que me espera. Recuerdo que cuando tenía cinco años Alfredo, un primo mayor con 2 años, me empujó a la piscina mientras yo estaba jugando con mi Tonka afuera del agua; al muy cabrón nadie le dijo nada, casi me ahogo y parecía que a nadie le importaba: Él estaba ahí, en medio de mis tíos que no se decidían a sacarme de una vez por todas; Él estaba ahí y sonreía.

Cuando al otro día estaba destruyendo sistemáticamente la colección de Transformers de Alfredo estuve a punto de salir victoriosamente desapercibido, pero no: Él estaba ahí de nuevo, sólo Él y nadie más; ya no sonreía, su mirada era más bien colérica, y con una patada en el estómago resumió todo lo que calló. Nadie más llegó a enterarse de cómo fue que la cabeza de Optimus Prime apareció en el fondo del inodoro, pero no era necesario: Él lo sabía, Él lo sabe y no lo olvida, no necesita compartirlo con nadie, mis tormentos son de su exclusividad.

Sólo me quedan un par de minutos y este papelito no me ayudó mayor cosa a olvidar, a olvidarlo. Está por llegar, su puntualidad es exasperante. La mamá de Alfredo lo sabe y ya la escucho llamarme para darme la sorpresa. Es el cumpleaños de Alfredo, cumple diez añitos y mi papá vendrá a recogerme en un minuto. Tendré que esconder este papel; si mi papá se entera de que lo ando llamando Satanás me parte hasta el alma.

8.8.05

La fogata

Pasar la noche en una casita de campo es una buena excusa para departir con los panas: tertulia, trago y tonadas: trilogía básica (bueno, los abstemios objetarán el segundo vértice; ellos pondrán en su lugar la bebida de su elección). Concéntrico al triángulo se forma el círculo de los participantes: en el centro, una fogata.

El centro de la fogata no siempre está en el centro. El fuego de la fogata no siempre está en la leña. La luz de la fogata se alza contra la oscuridad de los alrededores, para paliar, en lo posible, el miedo a lo que no se ve; para alejar, en lo posible, el frío de la soledad de cada uno de los presentes; para adormecer, en lo posible, el miedo que engendra el fuego.

Junto a la fogata, se enciende el vértigo de mirar las llamas. Las cenizas revolotean a la menor brisa, pero no son lo suficientemente convincentes como para distraer la atención por mucho tiempo del espectáculo principal: lenguas de fuego devorando madera, esperando ansiosas un descuido, saboreando -por anticipado- un bocado que no siempre pueden conseguir.

La fogata tiene hambre, siempre tiene hambre. Por eso se canta, por eso se chupa, por eso se conversa con los demás: para no ver, en las brasas ardientes, las miradas de aquellos que han representado el papel de leña en el pasado.

3.8.05

Número equivocado

-Aló.

-Sí, buenas noches; ¿me podría comunicar con Juan Carlos por favor?

-Lo siento, número equivocado.

-Perdón, ¿no es éste el 2342746?

-Nop, es el 2749.

-Ah, discul... un momento, ¿Alicia? ¿eres tú?

-¿Con quién hablo?

-Eres tú, Alicia; no puedo creerlo.

-Mire, si no me dice quién es tendré que colg...

-No lo vas a creer... ha pasado tanto tiempo desde que salimos del colegio, y aún recuerdo el timbre de tu voz.

-No puede ser... ¿en verdad eres tú?

-La sorpresa es recíproca, querida. Espero no me vayas a colgar ahora.

-¿No crees que sería lo más sensato?

-A lo mejor, pero ¿desde cuándo apelas a la sensatez para hacer las cosas?

-Han pasado ocho años ya, las personas cambian.

-Pero la esencia queda, y precisamente la sensatez no era uno de los ingredientes fuertes de la tuya.

-Las cosas son diferentes ahora, ya no soy la niñita que conociste.

-A lo mejor, pero apuesto lo que sea a que el 69 saltó de inmediato a tu mente en la confusión de números, aunque a la mayoría le hubiese pasado desapercibido.

-...

-Me encanta tener la razón.

-No tengo que explicarte que es lo que tengo en la mente, no se lo tengo que explicar a nadie.

-Bueno, está bien, recuerdo el discurso; mi memoria no es una eminencia, lo sé y lo sabes, pero cómo olvidar tu pose independenciera.

-También yo recuerdo tu manía de andar inventando palabritas raras.

-Neologismos querida, neologismos. En tal caso me halaga que en todos estos años hayas pensado en mí.

-Cuidado te traicione la vanidad; en ningún momento dije que haya pensado en ti todo este tiempo.

-Pero se te nota. Además siempre tendremos nuestro 69, ¿o no?, ese mismo que hace un rato se instaló en tu cabecita, ese mismo que llevo saboreando ¿8 años ya? con el recuerdo de nuestro último encuentro.

-No me hables de eso, fue un error y tú lo sa...

-[click]

-¿Aló? ¿Susana? ¡Susana! ¡Mierda! Siempre necesitabas tener la última palabra... también recuerdo eso, querida.

1.8.05

Sala de velación G (vol. III)

A diferencia del personaje de Fito en su canción “Flores en su entierro” (si no has escuchado la canción referida anda consigue el disco de Sabina & Páez, no te arrepentirás), yo no quiero flores en mi entierro. No es porque crea que las flores le vayan a quitar protagonismo a mi ataúd (ya estoy trabajando en el diseño de un par de modelos que escandalicen a cualquier curuchupa que se asome por mi velorio sin que tenga vela en ese entierro, literalmente), sino porque simplemente no me gustan las flores: ni regalarlas ni recibirlas, ni de vivo ni de muerto.

Lo que sí tiene que haber en mi velorio es música: la banda sonora de mi vida. Tengo lista ya una lista de canciones, aunque, claro, de aquí hasta que me muera pueden ir ingresando algunas canciones y saliendo otras. Si alguien quiere cantar que cante: la muerte no tiene que ser todo sufrimiento para los que quedan, por lo menos no la mía. Es más: una imagen ideal sería el grupo de mis amigos más cercanos, todos abrazados, con una botella en medio (de lo que sea, eso es irrelevante) y cantando alguna canción que a todos (o por lo menos a la mayoría) nos haya gustado.

Los sermones, ahora que estoy vivo, no me emocionan mucho que digamos. En mi velorio preferiría que alguien se pare y lea “Conducta en los velorios”, relato publicado por Julio Cortázar en su libro “Historias de cronopios y de famas”, en el apartado “Ocupaciones raras”. También podría servir cualquiera de los relatos cortos de Pablo Palacio, por la pura gana de joder. Si, de todas maneras, alguien insiste en traer a colación alguna historia bíblica, se ruega que se lea la historia de Jonás, que desde chiquito ha sido la que más me ha fascinado.

Si me llegan a velar en la sala de velación G, o en una con características similares, ruego a cualquiera que esté leyendo esto que se adelante un par de horas a la llegada del ataúd para que tape todos los carteles prohibitivos: en mi funeral el que quiera puede fumar, el que quiera puede tomar, el que quiera puede ponerse a hablar de cosas más alegres por su celular; a mí en realidad me ha de dar lo mismo, total ya estaré muerto, y a los muertos pocas cosas les importan ya (en el caso de que les importe algo en absoluto); pueden dejar visibles los cartelitos de no ensuciar y de no manchar las paredes, tampoco se trata de hacer vandalismo en el local.


Si, por otro lado, no me llegan a velar, no es algo que me vaya a molestar tampoco. Para ser lo más honesto posible, que hagan con mis restos lo que quieran: voy a estar muerto, los muertos no reclaman, todo lo que quiero que se recuerde de mí será lo que hice en vida; y ni siquiera eso, que recuerden lo que les de la gana. De niño cuando acompañaba a mis padres a algún velorio o entierro me desagradaba la idea de que a mí me llegasen a sepultar para terminar comido por los gusanos; cuando luego me enteré del proceso de cremación se me metió entre ceja y oreja que esa era la manera ideal de volver a la nada. Ahora no me importa nada de eso: cuando me muera estaré muerto, no sé si es verdad lo de la reencarnación, no sé si es verdad lo de las tres estaciones de Dante, no sé si es verdad que volvemos al vacío, no sé nada, pero intuyo que a mi futuro cadáver no le disgustará en absoluto lo que le hagan mis deudos.

Que en paz descansen.